Un tío al que quiero mucho ha sufrido un infarto cerebral, aparentemente leve; no obstante, esos cuadros son delicados de todas maneras y hoy está internado en el Hospital Rebagliatti. Y es que, sin que yo quiera aceptarlo, el tiempo transcurre y las hojas de nuestros árboles se van secando, lentamente, hasta que, tarde o temprano, caerán, dejando su lugar a nuevas hojas que adornarán ese árbol por nuevas temporadas. Este tío fue el bastón que me ayudó a andar algunos trayectos empedrados, difíciles, que se me presentaron en el camino que vengo haciendo; me ayudó a entender la razón incomprensible del esquivo y tormentoso amor que, amenazante, me embistió en un mar bravío. Y no es que fuera una relación idílica, hubo muchas discrepancias, desde las simples y más personales, hasta las más complejas y políticas. Hace cuatro días lo visité y fue doloroso verlo postrado en su lecho, convaleciendo. Pero, a todos, tarde o temprano nos toca pasar por ese trance amargo.
Lo conocí fuerte e independiente, activo y de vida intensa, amiguero y bohemio. En ese lecho, del que espero verlo libre pronto, lo vi fatigado, temeroso. Me dolió la sola idea de que, algún día, como a todos, le tocará alejarse en esa oscuridad absoluta de absoluta conciencia que debe ser la muerte.
Con treinta y siete años, se supone ya todo un adulto, veo a la muerte que empieza a surcar los jardines de las personas queridas de las que desciendo. La única abuela que nos acompaña, mis viejos pacificados con los años, los tíos y tías más cercanos. Y me remonto al Cusco de la infancia, esa infancia en que la muerte, sin entenderlo yo, hacía estragos conmigo. La primera muerte que recuerdo, con nitidez, es la de la otra abuela, cuando apenas tenía algo más de 7 años; le imploré a Dios que no se muriera, que, por favor, no se la llevara, pero, parafraseando a Vallejo, "el cadáver, ay, siguió muriendo". Después, me recuerdo llorando a solas (y se me antoja en tardes-noches lluviosas), cada vez que mi madre salía más allá de las horas comunes o cuando se iba al médico, pidiendo nuevamente a Dios que no se muriera, que no se la llevara. Gracias a Dios o a la vida o a la madre naturaleza, ella vive todavía hoy y a ella le debo mucho de lo que he podido lograr; su fuerza me guía y sus besos, sus palabras, aun a la distancia, me dan el sosiego que necesito.
Mi padre, aquel superhéroe que poco a poco se fue bajando del pedestal que le construyeron mis anhelos, pero que ocupa, aunque no lo sepa o no lo crea, un lugar central en mi destino, sigue fumando y andando a su ritmo acelerado y juvenil. Y claro, es para mí un placer inconmensurable el que mis hijos tengan en él, el abuelo que nunca tuve, como yo tuve en él, al padre que le faltó.
Es más, veo aún a la abuela (nuestra Canciller ante la Mamacha Carmen de Paucartambo), antiguo tronco de una estirpe marcada con fuego, pero que persiste en el camino. Tronco firme, embebido de kañiwa.
Hoy con la pretendida madurez que dan los años creo entender que en cualquier momento podrían faltarme ellos también. Pero la sola idea de ese bosque herido en su frondosidad me aterra. Les he exigido todo este tiempo quizá más de lo necesario, pues ellos, con justicia, requieren también la tranquilidad del ocaso, la serenidad del olvido, la paz de las iras domesticadas.
En fin, suele suceder, a veces, que uno simplemente quiere escribir algunas ideas, algunos sueños y pesadillas, quizá con la esperanza de que no sucumban y nos nos maten, tampoco.
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