miércoles, 2 de junio de 2021

Bicentenario y el mal menor

En varios pasajes de la serie El último bastión, sobre el proceso de independencia del Perú, se repite una indignada preocupación por lo que parecería ser el destino del país: elegir siempre entre dos desgracias. ¿Es esa nuestra tragedia?

 

Abismo, la primera a la derecha | Verba Volant


Desde por lo menos el año 2001, en los procesos electorales del post fujimorato, se repite la letanía de que los balotajes marcan la elección entre dos males, como si electores asépticos tuvieran que elegir entre políticos sépticos. Sin embargo, el manejo económico ha sido ortodoxo en la receta nacida del Consenso de Washington. Desde entonces, según el discurso oficial y el pensamiento único difundido por los medios de comunicación, el Perú estaba a un paso de ingresar a la OCDE, el club de países ricos. Cualquier disenso que cuestionara esa verdad era tildado de populista, “chavista” o, incluso, de “comunista” o “terrorista”.

 

En una mirada retrospectiva, creo que una enseñanza valiosa del “sacro modelo económico” ha sido la importancia de mantener la disciplina fiscal en el manejo económico del país. No obstante, lo positivo del libre mercado no puede cegarnos en cuanto a las graves falencias del modelo, por las que un 30% de la población vive en situación de pobreza. El Covid-19 ha desnudado por completo los mitos que describían al Perú como ese país de ensueño. En este país subdesarrollado y de mentalidad colonial, los intereses de las élites colisionan profundamente con los intereses de la mayoría. Los niveles de desigualdad son cada vez más groseros. El prometido chorreo del gobierno de Alejandro Toledo, el “primer mal menor”, nunca llegó a humedecer el estival paisaje de la pobreza.

 

El 2006, la mayoría eligió a Alan García, quien había quebrado el país años antes, claro, “con la nariz tapada” y solo para evitar que el “chavismo” tomará por asalto el país. La matriz económica siguió respetándose, pero los niveles de corrupción de ese “segundo mal menor”, han dejado secuelas graves en la institucionalidad del país por los niveles de corrupción a los que se llegó. ¿Mal menor? Quizá para los poderes fácticos.

 

El 2011 se repitió la monserga de que debíamos elegir entre el SIDA y el cáncer, sin mínima empatía por personas convalecientes con esas enfermedades, quienes, además, no eligieron padecerlas. Esta retórica catastrofista fue impulsada por Mario Vargas Llosa. Con su apoyo luego de la firma de una Hoja de Ruta, el “tercer mal menor”, Ollanta Humala, fue elegido Presidente. Ese quinquenio, más allá de la letanía aprista de la “reelección conyugal” o la “pareja presidencial”, fue de un impulso importante de programas sociales que ayudaron a mejorar la situación de las poblaciones más vulnerables, sin dejar de lado la ortodoxia económica, lo que, quienes creyeron en el proyecto nacionalista desde el año 2006, sintieron como una traición; quizá eso explique la baja votación reciente por Humala.

 

El 2016, la segunda vuelta enfrentó a dos candidatos del stablishment. La retórica electoral varió y el riesgo tolerable para las élites era la probable vuelta del fujimorismo. El Marqués y Premio Nobel invocó a la candidata de la izquierda, Verónika Mendoza, su apoyo al “estupendo” candidato Kuczynski. Mendoza aceptó apoyarlo e hizo posible lo imposible: la derrota del fujimorismo por unos pocos miles de votos.

 

¿Hemos elegido los peruanos “entre dos desgracias” en estos cuatro procesos electorales? Desde la perspectiva del statu quo hemos elegido al mal menor. Sin embargo, cuando se analiza las cosas desde la perspectiva de las demandas de las grandes mayorías, es claro que no, pues lo único que se ha ido haciendo es generar pequeños orificios de oxigenación a una olla de presión a punto de estallar. La agenda conservadora se impuso, a pesar de todo, incluso en la elección del 2011, y las élites han tenido éxito en administrar una crisis que se remonta, por lo menos, a los últimos 30 años.

 

Hoy nos encontramos, pandemia de por medio, en el balotaje que definirá la presidencia para el quinquenio que se inaugura en la fecha en que se cumplen 200 años de la declaración, en Lima, de la independencia del Perú por José de San Martín. Se nos dice que tenemos que elegir entre “perder el ojo izquierdo o perder el ojo derecho”. El escenario está más polarizado que antes. Pasaron a la segunda vuelta los candidatos de Perú Libre, el profesor Pedro Castillo, y de Fuerza Popular, Keiko Fujimori, ambos con un apoyo minoritario. Muestra de una dispersión democrática y evidencia de la total crisis de representatividad que afecta nuestra endeble democracia.

 

La resaca apocalíptica se instaló otra vez entre nosotros. Lo trágico devino en farsa: contrito, Vargas Llosa soslayó su “antifujimorismo” por la democracia y la libertad e incluso advirtió —paradojas liberales— de un eventual golpe de estado por militares de derecha en caso el candidato Castillo obtuviera una victoria. Sus adláteres, incluso los más ilustres, son ahora vocingleros defensores del fujimorismo.

 

¿No será más bien que nuestra tragedia es pretender que debemos elegir entre cínicos y santos?  En este nuevo balotaje es claro que el rol más facilista es ponerse de costado y afirmar que, de nuevo, estamos frente a dos desgracias. Esa es una falacia. 

 

Nos encontramos frente a una alternativa que nos invita a mantener las cosas como están en el ámbito económico, sin importar que eso signifique la impunidad para la candidata fujimorista y la vuelta a la escena política y gubernamental de siniestros personajes conocidos desde los noventa, pero muy vigentes en la última década también y que, con cinismo, volvieron a hacer de nuestro país una chacra de corrupción y violación de derechos humanos. Se han sumado a ellos diversos grupos de poder que no han escatimado recursos, lo que se aprecia fácilmente en la feroz y millonaria campaña de terror que se viene desarrollando, aun a costa de pisotear honras, recurriendo a mentiras, utilizando la desgracia de los migrantes venezolanos e invisibilizando —quizá porque nos los ven— a los pobres y marginados del Perú.

 

Es cierto, del otro lado tenemos a un grupo político nebuloso, profundamente incierto. Sin embargo, creo que se abre también la posibilidad de que ese orden establecido de cosas se despercuda y se produzcan cambios que logren una mejora para los sectores más vulnerables y para las mayorías de este país, sin que ello signifique que se instaure en el Perú el “comunismo”. Es tan simple, pero a la vez complejo, se trata de la posibilidad de tener un Perú que se reconozca plurinacional y que intente superar esa condena centenaria de ser un país exportador de piedras, sin ningún interés por la ciencia, la tecnología y la educación. Quizá la incertidumbre sea el anuncio de cambios que pueden mejorar las cosas. En todo caso, si eso no fuera así, la debilidad de ese eventual gobierno nos permitirá establecer los controles que no permitan un salto al abismo.

 

Quizá nuestra tragedia, muchas veces disfrazada, es que debemos elegir entre la certidumbre funesta de lo ya conocido o la incertidumbre fresca de lo desconocido.