viernes, 10 de diciembre de 2010

Vargas Llosa: premio nobel y la hora del te

Sin lugar a dudas, el escritor que más he leído y admirado es Mario Vargas Llosa. He leído prácticamente todas sus novelas y cuentos; buena parte de sus ensayos. Me quedé maravillado y aterrado con su osadía imaginativa en Historia de Mayta, esa obra en la que construye un Perú ficticio invadido por los gringos, quizá el del delirio de aquel izquierdista homosexual que pretendía hacer la revolución en el país, pero que agota sus esfuerzos por lograr acariciarle el pene a su camarada, el Teniente.

Me sentí casi cautivado con las prédicas del fanático de la Guerra del fin del mundo y casi logró persuadirme de la posibilidad de lograr esos cambios mesiánicos que postulaba. La pobreza que se describía era profundamente realista, a tal punto que me sentía plenamente dichoso de pertenecer a una familia de clase media en el Cusco.

Sentí la excitación de Pantaleón y las visitadoras, novela en la que, a pesar del tono jocoso, Vargas Llosa nos transmite su filosofía de vida: lo que uno haga tiene que hacerlo meticulosa y decididamente. Fue una terapia masturbatoria para mi adolescencia el imaginar los encuentros furtivos de Pantita con la brasilera, y casi deseé estar en su pellejo, aun a costa de que el Sinchi terminara poniéndolo en evidencia ante su sociedad y ante la beata de su mujer. En esta novela tuve mi primer sinsabor en mi conocimiento de Vargas Llosa: el final de la novela, cuando Pochita le pasa la voz a Pantita y se sabe que están en una zona de Puno, lejos, en una zona agreste y que ellos detestan. Como cusqueño me sentí agredido, pero total, era su manera de sentir y eso no se puede juzgar.

No recuerdo el orden, pero llegó luego La tía Julia y el escribidor, una aventura temeraria que viví con toda la adrenalina de Varguitas, sus escarceos amorosos en una boite del centro de Lima, las angustias económicas del joven periodista que transita la ciudad en colectivo, humano, profundamente humano, a tal punto que ciertas frases me sonaron a un "sacar en cara" a la Julia Urquidi real. Ello me obligó a leer también el libro de respuesta, "Lo que Varguitas no dijo"; frente a ello, Vargas Llosa, el todavía terrenal ser humano, respondía diciéndole que no debía confundir realidad con ficción. Cierto, la tía Julia se había sentido mortificada y dio una respuesta testimonial a una novela.

Leí La casa verde, novela que me llamó poderosamente la atención por el manejo de historias paralelas, tiempos paralelos, diálogos paralelos. Una lectura ciertamente exigente. Sin embargo, más allá de unas pocas escenas, no me ha quedado un gran sabor de mi experiencia con ese libro.

Ya viviendo en Lima, pude leer en un regreso de vacaciones al Cusco Conversación en la Catedral y simplemente caí rendido a los pies de esa novela compleja y extensa. Nuevamente el juego de los tiempos, historias y diálogos en paralelo. Sin embargo, la historia me era mucho más cercana; un joven, adolescente aun, que va descubriendo el mundo y, entre los descubrimientos, llega a conocer de la homosexualidad de su padre, al que, si no recuerdo mal, apodaban "bolas de oro"; quizá el verso de Vallejo tenga aplicación precisa en ese momento: el peor momento de su vida fue descubrir a su padre de perfil. Aun con un tono social, el muchacho, "hijo de una familia de sociedad", manifiesta su disgusto y repudio de las costumbres de los muchachos de su entorno de "tirarse" a la empleada. Y, rebelándose contra esa situación, llega incluso a involucrarse con una mujer a la que clasifican como "huachafita". Tremenda historia, libro mayor desde mi punto de vista.

De los libros posteriores, me queda un grato sabor del Elogio de la madrastra y su continuación en Los cuadernos de don Rigoberto, libros en los que demuestra su versatilidad, arrastrándonos al reino hedonista del erotismo extremo. Y quizá en ese libro empieza a sincerar sus fantasmas, cuando Rigoberto reflexiona sobre la homosexualidad y concluye que si no le entra al sexo con otros varones es por una indisposición puramente orgánica y su tendencia a las hemorroides. Quizá en esta novela empecé a sentir que Vargas Llosa había envejecido ya y él mismo era un señorón, don Mario.

El Paraíso en la otra esquina, Las travesura de la niña mala e incluso La fiesta del chivo me parecieron buenos libros, pero ya no despertaban en mí las emociones de sus libros anteriores.

A pesar de esta experiencia en declive, creo sumamente justo el que se le haya otorgado el Premio Nobel de literatura. Sin embargo, no soporto el endiosamiento al que hoy los medios de comunicación nos orientan, pues en la extensa obra de Vargas Llosa, creo que sus libros mayores son los de sus tiempos primeros. Tengo pendiente la lectura de El sueño del celta, espero poder tener una apreciación, no solo formalmente positiva, sino emocionalmente comprometida. Para mi la literatura no es solo forma, técnica; es también fondos, sustancia, sentimientos, compromiso. Y creo que esa es la razón por la que hemos perdido al Vargas Llosa que transmitía, además de brillantez técnica, humanismo, pasión, y que hoy centra todo en alcanzar la perfección técnica y formal. Ha dejado las boites de su pasado y se ha instalado, parece que en definitiva, en un restaurante de cuatro tenedores y en el que solo se admite a los socios o a la realeza. Quizá por ello César Hildebrandt dice con razón "que el Vargas Llosa reaccionario hasta la hipérbole que habló en Estocolmo es el Vargas llosa que durante años, a punta de paciencia, truenos y dulzuras, moldeó para si Patricia Llosa de Vargas Llosa" (Hildebrandt en sus trece, 10 de diciembre de 2010, p. 19).

El discurso de Mario Vargas Llosa me ha generado sentimientos encontrados. Me encantó el homenaje hermoso que le rindió a su mujer, casi al borde de las lágrimas. Me disgustó el aprovechamiento del momento para plantear su defensa acrítica de un sistema injusto, que generan amplias mayorías de excluidos.


En Vargas Llosa he preferido siempre sus temas intimistas, pues el despliegue que tiene en ese ámbito es fabuloso y de gran calidad persuasiva. Es el caso de los capítulos alternados de su libro El pez en el agua, por ejemplo. Pero cuando se introduce en los temas políticos, sociales o históricos, su razonamiento deja de lado todo lo que individualmente postula. El ser humano genial, capaz de afirmar abiertamente el odio que tenía a su padre y hasta de contar que andaba con un revolver para defenderse de él, nos dijo en su discurso lo siguiente: "La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica". Sorprende el nivel de tolerancia hacia esos ancestros criminales, pero es coherente con su percepción de lo andino, que para él no es más que folklore y parte de una cultura que va desapareciendo y que no cuenta en el mundo. Es como si le impusiéramos a Vargas Llosa la idea de que su padre, a pesar de todo, era su padre y, por tanto, él tiene que quererlo y respetarlo por encima de todo; es justamente la subversión o la rebelión contra la figura paterna lo que lo llevó a fantasear, y hacerlo profesionalmente.

Tan no cuenta para el en el mundo, que cuando hace gala de lo cosmopolita del disfrute de la literatura, reseña a Pedro Páramo y Comala, menciona trajes típicos como el saco y la corbata, la chilaba, el kimono o la bombacha, pero no asoma ni remotamente en su pensamiento la lliclla, o la castellana pollera andinizada. En la forma de mirar el mundo de Vargas Llosa, el señorón, don Mario, las gentes y la cultura andinas están relegadas a una segunda categoría, por tratarse de sociedades arcaicas. Y quizá por ello, con el objetivo de desestabilizar al primer gobierno dirigido por un hombre andino (el del Presidente Evo Morales en Bolivia) hace menciones provocadoras como aquella mención a las democracias populistas y payasas, como cataloga a la boliviana. Frente a ello, el presidente Evo Morales respondió de manera muy clara y precisa señalando que los pueblos indígenas siempre han sido atacados por algunos letrados, lo cual es cierto, los sectores ilustrados sienten que tienen el derecho y hasta la obligación de atacar y ningunear a las poblaciones originarias. Para mayor información, puede consultarse el discurso pronunciado por Mario Vargas Llosa clausurando un evento realizado el 2003 en Colombia, en el que el protagonista de Lituma en los Andes parece ser el Vargas Llosa primitivo, visceral.


Y, en efecto, Vargas Llosa, más bien, don Mario, se sirvió de la ficción, de esa forma de construir "verdades mentirosas" o "mentiras verdaderas", para atacar a la cultura andina y, especialmente, al hombre y mujer andinos, quechua hablantes, aymara hablantes, como culturas de salvajes, capaces de realizar sacrificios humanos y hasta de canibalizarse. Pero claro, hoy que está mal visto ser racista, tenía que destacar a ese compatriota suyo, José María Arguedas, que acuñó aquella frase de "Todas las sangres" para describir al Perú. La cita, como si se tratara de un desconocido, se siente casi impostada, forzada, como una concesión a la mirada progresista de algunos miembros de la Academia sueca. Dice que no cree que haya formula que lo defina mejor. Sin embargo, en su propio discurso el sí la encuentra y la expresa, casi inconscientemente. Para Mario Vargas Llosa la mejor definición del Perú es la de la gente como él, pues para él el Perú es Patricia, "la prima de naricita respingada y carácter indomable" con la que tuvo la fortuna de casarse hace 45 años (pues, pese a todo era un Vargas, y por tanto no era enteramente de la aristocracia representada por su familia materna).

Esto es, quizá, lo que ha expresado de la manera más transparente en el discurso en Suecia: la claridad con la que Mario Vargas Llosa ha planteado sus puntos de vista políticos propios de un conservadurismo absolutamente contradictorio con su apuesta literaria, al menos con aquella de sus tiempos antiguos.

martes, 7 de diciembre de 2010

El país de la felicidad y yo

Este cuento lo envié para el Concurso del Cuento de las 1000 palabras de Caretas. Habiéndose publicado los resultados, sin haber sido considerado, procedo a publicarlo por cuenta propia.


El país de la felicidad y yo

Las noticias del país son fastuosas: crecimiento económico inédito, superior al 10% el último mes; mejora sustantiva de las condiciones económicas y de empleo de la población; importante afluencia de inversiones extranjeras. Además, la opinión pública unánimemente repudia el rebrote terrorista y respalda al gobierno para combatirlo; se relaja la crítica a la corrupción, pues serían errores propios de quienes ejercen el poder. Estamos bien y esto, lo mejor que tenemos hoy, hay que defenderlo, incluso de nosotros mismos. El radionoticiero me bombardea con el éxito del país, que contrasta con la precariedad de mi situación, caído en un hoyo más profundo esta vez, sin ánimo para levantarme, sin dios alguno. Mi mujer soporta hoy una cruz mayor en sus hombros y, a pesar de ello, sostiene la estabilidad precaria de mi hogar. Soy un lastre pesado. Quisiera haber tenido el valor de irme. Pero no, siempre fui cobarde.

El país sigue creciendo y la felicidad de mis conciudadanos es palpable; esto va a contracorriente de mi vida. Es más, mi envidia le da al país y mis conciudadanos el doble —y en positivo— de lo que yo les mezquino. Después esa envidia vuelve a mí, filo cuchillo, y se clava en mis esperanzas moribundas. Mejor, que mueran, pienso, así será imposible seguir mintiéndome, será más simple aceptar que ya, desde el comienzo, estaba muerto y que lo que camina como yo no es más que un espectro de lo que fui y, con mayor precisión, de lo que quise ser y nunca seré. Escucho nuevamente la radio y el escritor famoso dirige ahora un programa de noticias y, claro, con su desenfado, con su frescura, es todo éxito. Me corroe la envidia, ¡oh, dios!, no tengo perdón. ¿Tengo la más remota posibilidad de ser alguien? No, desengáñate huevón.

Mi centro de labores es una pequeña oficina en la que trabajan, apiñadas, siete personas. El piso de cerámicos, sin alfombra que atenúe su frialdad, penetra las piernas, los cuerpos que osan —o padecen— trabajar en esta sala yerta de paredes descoloridas, con amplias ventanas, algunas rotas y que han sido reemplazadas con cartones, como en los asentamientos humanos en los que, a pesar de la ola optimista que insufla el gobierno este tiempo, la pobreza flagela aún las almas de la gente, de los niños. César es el jefe de la oficina y es tocayo del hermano mayor de mi madre (su orgullo, su paradigma para mí). Pero este César es el polo opuesto al César tío ejemplar. Es un corajudo hombre del sur peruano, de cabellera negra e hirsuta, dominada por la constancia antigua en el trajín del peine; un hombre que quizá tuvo sueños, pero que los olvidó y hoy solamente se alberga en ese rincón en el que, fracasado, recuerda sus hazañas heroicas de probidad, reales o ficticias, pero suyas, tiernamente suyas. Están también Octavio y la guapa señora Lupe, pasivos acompañantes de César, desde tiempos inmemoriales, desde cuando probablemente esta oficina tuvo algún resplandor, aunque haya sido no más que halito efímero. Los demás son casi invisibles.

Esta mañana estoy particularmente exaltado, creo que ha calado en mí aquel discurso de la rentabilidad de la felicidad y, nuevo intento, me dispongo a abandonar el marasmo habitual, bebo café sin azúcar, rezo, comienzo un Informe como si escribiera los poemas que quise publicar y que incineré atrapado en la niebla del pasado. Sigo rezando, si el país está creciendo, mejora, se ha curado, también tú puedes —me digo—, ¡vamos! No importa, pienso, no envidies a los demás, tan solo piensa en ti, desarróllate, si te toca ser una hormiga más, es tu destino, si toca que seas hormiga reina, mejor. Pero mírate, déjate ser, el destino es lo que será. Te hiere pensar eso, tú naciste —al menos crees, soñaste ello— para destacar, para ser alguien en este mundo de bultos humanos grises y te das cuenta de que no es suficiente desear algo, sino, como lo decía el último amigo que tuviste, necesitarlo y, sobre todo, merecerlo. Y tú solamente miras lo negativo en la realidad y, por supuesto, lo negativo te persigue y, tarde o temprano, sucederá todo lo que temes. Con César, esta mañana, te saludas, hay en él algo que te recuerda profundamente a ti mismo o, tal vez, que te advierte de lo que serás también tú, como una suerte de espejo futurista, y has llegado a estimar a esta persona, por más que lo sientas ajeno y demasiado feliz en su pequeñez, como si su fe le alcanzara, como si dios le permitiera —previa ofrenda de resignación— ser feliz en su rusticidad, a diferencia de lo que sucede contigo que te niegas a aceptar ser solo hormiga, insignificante peón, una mierdita, en el ajedrez universal, en el ajedrez de tu país que abandona el conjunto de países fallidos; escupes tu rabia, pues sientes que quizá dios te está queriendo enseñar a ser una muestra franciscana de santidad. Blasfemas. Bullen en tu cabeza ideas, recuerdos, tu mamá abrazándote cuando le dijiste que el tío César no te quería, pues te había gritado por ser lo que eras, esta cosa rara opuesta al éxito acartonado de sus hijos. Fracasado inclasificable, pues ni te hundiste en el alcohol o las drogas y hasta pudiste saborear ciertos placeres reservados para la gente como ellos. Pero se acabó, terminó. Enristras el arma que escondes e imaginas el traqueteo interminable de las balas arrebatándole la felicidad a todos tus compañeros de trabajo, como sucede en todo país desarrollado, serial killer. Imaginas los titulares. Eres famoso, un asesino famoso y muerto.

Apenas sostengo la cordura y concluyo que no soy yo el problema, sino que el país de mis amores, harto de mis gritos desaforados mostrando su verdadero rostro, me ha condenado a la soledad, mi habitual tristeza, porque quizá no sea tan cierto eso de que avanzamos invencibles y somos casi del primer mundo. Mejor quedarme aquí, los locos están allá afuera. ¡Buenas noches!