viernes, 8 de noviembre de 2019

La guerra, entre lo atroz y el amor

Lurgio Gavilán, autor de Carta al teniente SHOGÚN,es un sobreviviente de la guerra que asoló el Perú los últimos lustros del siglo XX, esa guerra maldita “que no elegimos, que hicieron para nosotros”. Y es, él mismo, una síntesis de esa historia compleja, aún por escribirse, pero indispensable para entender los encuentros y desencuentros, las heridas que cicatrizaron y las que siguen abiertas, en nuestro país. Su biografía es apasionante e intensa; fue un miembro raso de Sendero Luminoso, luego militar —incluso llegó a sargento— en el Ejército peruano, y también ingresó al clero. Una experiencia privilegiada, pues fue partícipe pleno en instituciones protagonistas de ese periodo de nuestra historia; escribe que “cuando me detengo a reflexionar sobre las instituciones que me tocó vivir, a veces no veo las fronteras y vivo como en la hora de pantaq-pantaq, porque esas instituciones antagónicas tienen un denominador común: la disciplina, la obediencia y la subordinaciónde sus agrupaciones que cimientan subjetividades y hacen ver cómo las ideas del mundo, ideas sobre ellos mismos y sobre los otros, se convierten, en última instancia, en cárceles de sus propios sinos” (subrayado mío).

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Destaca la suerte paradójica que encierra su vida: “la suerte me ha acompañado para traducir la época del terror. Pero esa suerte es también una carga pesada”. El libro bajo comentario es una larga epístola al militar que lo salvó, que le regaló la vida, es un testimonio de su gratitud hacia ese militar del que no supo más y al que busca todavía.

Gavilán nació en una familia campesina pobre pero emprendedora, atacada desde temprano por el infortunio. Uno de los hitos más trágicos es el de la muerte de Evarista, su madre, algunos años después de que migraran desde el pueblo altoandino en el que vivían hacia la selva ayacuchana; ella empezó a agonizar “después de una larga batalla contra una enfermedad irreconocible. El puesto de salud más cercano quedaba a tres días de camino. Todo estaba consumado”. ¿De qué enfermedad se trataba?, ¿quizá algún mal curable pero que por falta de acceso a servicios básicos de salud no pudo tratarse?, ¿cuántas personas, cuántos niños y niñas, siguen condenados en nuestro país a una vida azarosa, sin servicios de salud básicos? Frente a aquel episodio tristísimo, Gavilán concluye que la muerte “es fulminante, aunque uno se resista a aceptarla” y “todo acaba para empezar otra vez”, una suerte de postura nietzscheana de la vida y la muerte como un eterno retorno. Su padre, Francisco, se hundió en el alcoholismo y solo salió de él cuando se casó de nuevo, lo que fue otro hito trágico para la familia.

Con unos diez años de edad se enrola en las filas de Sendero Luminoso, con la seguridad de que luchaba por un futuro mejor para todos. ¿De qué huía el pequeño Gavilán aventurándose de ese modo en Sendero? Es la etapa de su vida como “niño pionero” o “guerrillerito”, en la que aprendió a ser soldado “en el camino”. Gavilán le cuenta a Shogún que los senderistas no eran esos monstruos “que ustedes creían. En los mejores tiempos llegamos a sumar unos cincuenta hombres en un pelotón de base vestidos con harapos, desnutridos por el hambre y los piojos”. No se trataba, entonces, de un ejército poderosamente armado, sino de un grupo de personas en la miseria. ¿Por qué se extendió tanto y duró muchos años la guerra iniciada por este grupo? La represalia por su decisión empezó por parte de sus vecinos, quienes hicieron un festín con el ganado de su padre; más allá de la mirada idílica de los Andes, el libro muestra descarnado los conflictos colectivos, personales en ese mundo hoy todavía ajeno para muchos e el Perú.

Luego de una emboscada de una patrulla del ejército, comandada por el teniente Shogún, que acaba con la vida de todos sus compañeros, aquel personaje, contrariando las órdenes superiores de “arrasar con todos los terrucos”, lo salva y lo enrola en el ejército, donde sirve en la misma guerra. Ese es un momento clave para Gavilán, pues vuelve a nacer, en verdad; él siente que Shogún le regaló la vida y dice que “nunca como ese día amé la vida cuando cesaron las balas”. Gavilán narra que en las alturas del Razuhuillca la columna guerrillera que integraba fue sorprendida por una patrulla del ejército. En ese momento ya su corazón “estaba sediento de balas. Quería que se acabara todo. Era un niño cansado. Mi corazón estaba seco por esta maldita revolución” (subrayado mío), prefería las balas “para que los soldados no me llevaran a torturarme, para que no me cortaran las manos, la lengua, para que no me arrancaran los dientes”. Y es que, en medio de esa guerra, lo normal habría sido “soltar las balas en el cuerpo del comunista para que desaparezca de la faz de la tierra, pero no fue así”. En esa ocasión, Gavilán perdió a Rosaura, la joven campesina con la que compartió esa aventura en la que “observamos de cerca la sonrisa de la muerte” y a quien le pregunta en retrospectiva, “¿por qué nos ofuscó tanto ese odio?”. Recuerda a esa chica con ternura erótica y tanática a la vez, como en un oxímoron: “mientras bebía tu fresca brisa de guerrillera, de niña criada en la pólvora”.

La gratitud de Gavilán hacia el teniente Shogún es notoria; y es que en verdad lo que le dio es la propia vida que debería habérsele quitado de acuerdo a las reglas de esa guerra terrible. Afirma y se interroga el autor diciendo: “Quizá entendiste que no se puede combatir la barbarie con otra barbarie, sino con el ejemplo. ¿El amor también derrota al enemigo?”. Tal vez la respuesta es afirmativa y quizá por ello Shogún y otros militares salvaban la vida de algunos miembros de Sendero, desvalidos niños o niñas, pobres y desnutridos, porque en el fragor de la guerra esos militares entendían que en verdad eran más bien víctimas de esa guerra descomunal y del propio sistema injusto que domina nuestro país. Eran la realidad de esa metáfora de vivir entre dos fuegos.

Gavilán concluye que “en ese contexto de guerra no importaban mucho los mandatos, sino el sentido común, la agencia propia del soldado de salvar vidas, matar o descuartizar vidas para dejar sin manos, sin el corazón a los enemigos. Porque si tienes un enemigo al frente y no disparas, te disparan […] ¿Qué tipo de humanos se contemplan en una guerra?”. Por tanto, en esos momentos de tanta violencia, actitudes como la de Shogun muestra una opción ética elevada, una ruptura, al menos temporal pero radical, de las reglas fácticas que rigen una guerra y que orienta la conducta de sus actores.

Después de su paso por el ejército, ingresa al clero, se hace monje franciscano. Sobre este episodio no hay mayores datos en este libro, a diferencia del anterior, Memorias de un soldado desconocido.

En tanto protagonista de la guerra en ambos bandos beligerantes, su narración es privilegiada pues conoce la guerra desde su interior, y nos la presenta a partir de sus recuerdos, sus dolores, sus sueños y pesadillas, sus alegrías, sus esperanzas, de la realidad de la muerte acechando permanentemente a la vida. Su epístola también demanda a la sociedad peruana por su incapacidad de resolver los problemas estructurales que permitieron, si no ocasionaron, la brutal violencia de aquel tiempo. Es categórica su conclusión:“Somos los soldados de una confrontación que pudo evitarse si el Perú no tuviera tantas separaciones y brechas”; pero el Perú sigue hoy incluso fracturado dramáticamente; se trata de un país en el que se niega la ciudadanía a las grandes mayorías; la guerra, aunque haya sido brutal, no nos enseñó lo fundamental, es decir, la imperiosa necesidad de resolver las inequidades sociales, la discriminación, el enriquecimiento desmedido de unos en relación inversamente proporcional del empobrecimiento de muchos. Gavilán se cuestiona: “Esa experiencia deshumanizante nos debería hacer pensar en la historia reciente del Perú y en los duros procesos que afrontamos. ¿Por qué no podemos reconocer al otro como igual a nosotros, con las mismas preocupaciones o derechos?”. Problemas reales que siguen discurriendo de manera subterránea, negados por el Perú oficial.

La lógica de la guerra no puede comprenderse con criterios prescritos desde la comodidad y la ajenitud de la paz; esto no quiere decir que deba justificarse las atrocidades cometidas. Hay que entender que eran tiempos de guerra. En nuestro país casi todos éramos enemigos. Y la vida habitaba en cuerpos llenos de incertidumbre y sospechaEl pensamiento Gonzalo y la represión de las fuerzas del orden habían hecho brotar, como inmensas espinas, los odios y rencores sembrados en la vida cotidiana de los peruanos por décadas, hasta formar un río de sangre. Pero esta gente de los pueblos, aplastada por tanta insania, no se doblegó. Han resistido a través de la fuerza, de trabajar huklla, antigua herencia de labor, música, danza y estado de júbilo” (subrayado mío). Y se pregunta: “¿Una guerra deshumaniza a sus protagonistas, los capacita para la brutalidad? ¿Una guerra es el recurso cultural para saber el peso de un poder sobre otro que lo quiere relevar?”. Gavilán mira con esperanza los resquicios por los que se introducen el amor, la ternura, el ánimo festivo, en la vida, incluso en momentos de guerras cruentas. Tal vez porque, a pesar de todo, en la naturaleza, la vida surge y resurge.

Los procesos bélicos son quiebres en la convivencia de una sociedad; la violencia se apodera de todas las relaciones interindividuales o colectivas. Han pasado dos décadas desde que esa guerra terminó y, aparte del Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, aún es muy difícil encontrar un balance más o menos objetivo de lo que sucedió y de las causas que dieron lugar a esa violencia. Los balances que proliferan son los que se han hecho desde posiciones de quienes no participaron en esa la guerra. El libro de Antonio Zapata sobre la guerra senderista es quizá una excepción, pues reconstruye la historia a partir de la voz de sus protagonistas. En el caso de Gavilán, la historia que nos cuenta, parte de su propia biografía, constituye la voz de los actores protagónicos de esa guerra y nos permite apreciarlos en su humanidad, no desde la perspectiva de lo políticamente correcto, sino desde la perspectiva de quienes estuvieron inmersos en esa conflagración que arrasó con poblaciones enteras.

Gavilán lo explica de manera clara e intensa: “[…] Sendero Luminoso desató una espiral de violencia terrible, pero ¿quiénes fueron esos incipientes guerrilleros? Los actores que iniciaron el conflicto no fueron el otro que vino de lejos, sino que estaba a la vuelta de la esquina, en el propio sistema del Estado. Fuimos nosotros mismos que escuchamos aletear en nuestro interior esa idea de igualdad, esa promesa de una sociedad donde nadie sea más que nadie. ¿Eso es terrorismo? Quizá dejándolos de satanizar podremos ver nuestro propio yo desnudo. Así podremos entender que el nuestro es un país con los huesos calcinados, con los ojos torturados, con las manos clavadas en una cruz” (subrayado mío).

A partir de lo que afirma Gavilán, cabe preguntarse si como país estamos preparados para mirarnos en esa desnudez al espejo, o si preferimos dar rienda suelta a una imaginación edulcorada al mirarnos.

jueves, 24 de octubre de 2019

La reforma agraria humanizada



Rara avis, en el Perú, la exhibición, en tan corto tiempo y en varias salas, de películas con un mensaje contrario alestablecimientoy al pensamiento único que nos imponen, machaconamente, los medios de comunicación y el discurso político y social neoliberal. Y asombrosa la acogida que han tenido en el público, al menos en Lima. Se trata de El viaje de Javier Heraud, documental de Javier Corcuera, La pasión de Javier, película de Eduardo Guillot, y La revolución y la tierra, documental de Gonzalo Benavente.


Las secuelas de la guerra vivida entre 1980 y el año 2000, además de la profunda crisis económica que vivimos en esos tiempos, han marcado a la sociedad peruana a tal nivel que se ha instalado en el imaginario social una aversión casi absoluta a todo aquello que esté relacionado con “socialismo” y, peor aún, con “comunismo”. Por tanto, el desarrollo de una línea de pensamiento o de una estética a ese lado del espectro político implica un camino, si no imposible, cuesta arriba, sumamente pronunciado.

Llama la atención, por tanto, la acogida que han tenido estos filmes. Escribiré, más adelante, en relación con las dos películas sobre la vida de Javier Heraud. Hoy me dedico a trazar algunas ideas, compartir algunas emociones que me suscitó La revolución y la tierra.

La película la vi en una sala en el centro comercial San Miguel. Día miércoles, sala llena. Y leo que ha sido así en otras salas también, incluso el día en que jugó la selección peruana. Tatiana me sugiere que quizá ese hecho traumático de nuestra historia suscita una curiosidad mayúscula en todos los sectores de nuestra sociedad; sea los que se beneficiaron de ella, sea los que resultaron perjudicados o incluso aquellos sectores en los que no tuvo mayor incidencia. ¿La atracción de lo prohibido, de lo que por décadas permaneció oculto?, ¿la saturación con un discurso monocorde e imperante?

El filme tiene gran calidad fotográfica. Se mezclan imágenes antiguas con otras modernas y actuales; esas imágenes son un viaje en el tiempo y calan vívidas los recuerdos, lo que nos contaron, lo que ignoramos. El hilo conductor de la historia que pretende contarnos Benavente resulta bastante persuasivo, coherente y estructurado; aunque se trata de contar una historia vasta y compleja, el resultado final es esclarecedor frente al tabú —cargado de diatribas— que se tejió en torno a Velasco; se nos permite un acercamiento al ser humano, más allá del personaje idílico o demoníaco. Además, el manejo del sonido es destacable, especialmente las piezas musicales elegidas, varias de ellas de un rock fuerte y explosivo, compuesto por jóvenes de esa época.

Con adecuado criterio, la investigación nos presenta, en primer lugar, el contexto político, económico y social en el que se vivía en el Perú (y en América Latina) desde, por lo menos, mediados del siglo XX; la paradoja, en el caso del Perú, de una sociedad nacida de la independencia, pero en la que la mayoría de los habitantes del Perú —andinos o de ascendencia andina— vivían en una situación de miseria y de servidumbre (una esclavitud a penas disimulada), quizá incluso peor a la que se vivió en la época colonial. Habría sido durante la república que muchos latifundistas se apropiaron de tierras extensas y a costa del campesino al que le fueron arrebatadas. ¿Apropiación original?

El latifundista y/o gamonal pasó a ser propietario de esas tierras y, por tanto, quienes las habitaban eran simplemente posesionarios, que tenían que trabajar las tierras del “dueño” y este, magnánimo, les otorgaba, en compensación, una pequeña extensión de tierras para su subsistencia. La evidente injusticia de este sistema casi feudal entró en crisis y los campesinos empezaron a organizarse para exigir la devolución de sus tierras ancestrales (proceso de “recuperación”) e, incluso, en algunos casos, procedieron a ocuparlas, parcialmente al menos, de manera directa.

En segundo lugar, se nos presenta un esbozo del contexto internacional, que resulta también importante. El comunismo como sistema antagonista del capitalismo había avanzado. Muy cerca, en Cuba, en enero de 1959, había triunfado la revolución cubana y se procedió a implementar la reforma agraria, aun a costa de propietarios estadounidenses. La experiencia exitosa del Movimiento guerrillero 26 de julioprendió rápidamente y amenazó al establecimiento regional; esto dio lugar a que las élites políticas y económicas temieran que el riesgo de que movimientos similares al cubano triunfaran en otros países era inminente si se mantenían las inequidades y desigualdades que se vivían en ese momento; por tanto, existía un consenso en la necesidad de sacrificar algunos privilegios para una mejor redistribución de la riqueza. Por tanto, con JF Kennedy se buscó promover algunas medidas que redujeran las brechas de desigualdad y aminorando el riesgo de estallidos sociales; es locuaz la escena en la que su mujer, Jacqueline Kennedy, en un español masticado, pronuncia un discurso con un tono evidentemente “socializante”. 

En esa línea está Fernando Graña, dueño de la Hacienda Huando, quien manifiesta que la élite, la clase alta peruana, debe implementar de manera ordenada una reforma agraria, para evitar sobresaltos mayores y, por tanto, para mantener el statu quo. Una breve digresión, Vargas Llosa en una entrevista reciente afirma que “La reforma agraria era una necesidad en el Perú sin ninguna duda, había que acabar con el latifundio”, aunque tilda la reforma implementada por Velasco como desastrosa.

Estamos en 1963 y gana las elecciones Belaúnde Terry, quien —acorralado por la oposición destructiva de la alianza entre la Unión Nacional Odriísta y el Apra— aunque convencido de la necesidad de implementar la reforma agraria, lo hace, pero de manera tan tímida que la olla de presión termina estallando, concluyendo con el golpe militar a cargo del protagonista del documental, el general Juan Velasco Alvarado, piurano y criollo él, de origen popular pero ajeno a lo andino.

Las voces que nos narran la historia son múltiples y diversas y, justo por ello, el mosaico final es complejo e incierto. Nelson Manrique nos plantea que la reforma agraria significó arrebatarle a Sendero Luminoso el terreno fértil en que podría haberse desarrollado; Hugo Neyra, enfático, concluye que, si no se hubiera dado esta, la guerra la habría ganado Sendero Luminoso, pues habrían podido legitimar su discurso frente a millones de campesinos. Sin embargo, hay una señora de familia terrateniente que manifiesta que el Perú retrocedió mucho con la reforma; a propósito, un dato que me llamó poderosamente la atención es que de los bonos de la reforma agraria se cumplió con el pago de la mayor parte (más del 80%), aunque, claro está, en esto también se privilegió el pago a favor de ciertos grupos de poder. ¿Quiénes han quedado en la condición de impagos? Esto merecería estudiarse a fin de que no se dilapiden los escasos recursos públicos.

Desde una orilla distinta y actual, una joven politóloga nos dice que ella pudo estudiar en la Universidad gracias a la reforma agraria, pues sino habría seguido la historia servil de sus antepasados. Un joven sociólogo manifiesta que es justo que los hijos de los que fueron los “pongos” se sientan orgullosos de lo que han logrado hoy, gracias a que son independientes y ya no siervos. Un viejo campesino, con orgullo, manifiesta que ya no hay hacendados y que hoy ellos son independientes. Pero también está el señor que trabajó en Huando, con los Graña, y habla con profunda nostalgia de esas épocas, de las que narra los lujos en que vivían, pero también las condiciones de vida favorables que permitían a sus trabajadores; un mayordomo nostálgico de las épocas de bonanza de los patrones. ¿Qué posición es la que hoy predomina a nivel social?, ¿el punto de vista del hombre independiente o la del nostálgico mayordomo?

Carlos León cuenta que entrevistó al hijo de Velasco y este le dijo que el general lloró frente a él, pues podía entender que gente a la que había perjudicado con sus reformas lo odiara, lo que no entendía es que la gente que había beneficiado no lo hubiera defendido. Y a pesar de ello, el funeral de Velasco tuvo una asistencia multitudinaria.

La mayor virtud del documental es que coloca en el escenario del debate público el impacto de las medidas de Velasco en el Perú para un balance, ya no del pasado sino de las perspectivas hacia el futuro. ¿Seremos capaces como sociedad de hacer una evaluación de ese hito histórico?, ¿será posible restañar las heridas que aún subsisten?