El hombre triste está caminando en Polvos Azules, de compras, con su mujer, sus hijos y su madre. El tiempo endurece el alma o la liquida. Él camina ahora con paso firme y recuerda el tiempo en que miraba a su padre como un dios, con la seguridad que le proporcionaba su voz, con la alegría que le brindaba en cada aventura que lo acompañaba; esa era la vida de héroe que quería vivir, en el campo, lejos de la ciudad, escuchando el ruido del agua corriente de los ríos, el sonido del silencio en la madrugada.
Hoy está él, el hombre triste, caminando con la firmeza —aquella que lo sostiene a pesar de las grietas y de los alaridos— que quizá un día sus hijos recuerden y utilicen como huellas. Pensaba en ello cuando se encontró con un amigo de la adolescencia, un artista que consiguió un premio de arte a nivel nacional, con un óleo que repensaba el lunes santo cusqueño, al pie del Taytacha de los Temblores, ese rito que trasciende largamente el estrecho catolicismo y que no disfruta desde muchos años atrás. Intercambiaron números telefónicos y correos electrónicos para poderse encontrar otra vez. Antes de despedirse él soltó aquella bomba: ¿te acuerdas de SG?, preguntó. Sí lo recordaba, claro está. SG había estudiado dos años en la Facultad de Arte de su Universidad y luego abandonó los estudios. Esto último no lo sabía. Sucede que aquel amigo estuvo trabajando en diversos proyectos sociales, confirmando de ese modo el destino de éxito que desde su adolescencia atisbó, hasta que una misteriosa picadura de algún mosquito o bicho lo llevó de emergencia a un hospital en el que fue víctima de una mala práctica médica que lo dejó casi dos años en estado vegetal. Y aquela tragedia concluyó con su deceso hace poco tiempo.
Volvieron entonces las imágenes de un tiempo antiguo, difícil y complejo pero era el principio del camino. Estaba, con el afán tristón de siempre, deambulando en el parque de la urbanización en la que vivía. La había conocido a ella, tres años mayor, ya no recuerda cuándo, pero se enamoró perdidamente de sus cabellos largos y castaños, del diente montado en la encía que la hacía dueña de una imperfecta divinidad, de su permanente vestir de modelo. Nunca se lo dijo, nunca excepto aquella noche de borrachera desbordada en que se ahogó en la triste melodía de su locura y selló las puertas cerradas del corazón de su diosa. Y aquella diosa sucumbió justamente a las palabras y al arte de SG —quien, por la seguridad que destilaba y ese poderoso imán que escondía para las mujeres, le recordó a su padre—, él doblegó sus defensas y la estrechó fuertemente por la cintura, susurrándole palabras quizá más hermosas, pero nunca aquellas que él soñó en recitarle. Le habló de amaneceres juntos, contemplando cada estrella, cada destello en su mirada; pero estaba seguro, ahora que recordaba, que jamás pudo haberle dicho que contemplaría su corazón palpitante, como se lo pudo ofrecer él, hombre triste, al calor de una fogata, en una noche fría, lejos de la ciudad, en un paraje solitario, a la vera del río de siempre, sin luces y sin cemento, pero sí con luciérnagas y aire frío. Habrían quizá saltado por encima del fuego, jugando habrían hecho el amor, crepitando con cada rama que se hacía brasa, muriéndose de amor en cada embestida. Pero nada de eso fue y sí en cambió abdicó a dios.
Y todo, en ese capítulo de su vida, fue un vano esperar que se agotó con el tiempo y que hoy volvió al recuerdo con la muerte de quien logró todo aquello que él construyó solo en los anhelos.
Hoy está él, el hombre triste, caminando con la firmeza —aquella que lo sostiene a pesar de las grietas y de los alaridos— que quizá un día sus hijos recuerden y utilicen como huellas. Pensaba en ello cuando se encontró con un amigo de la adolescencia, un artista que consiguió un premio de arte a nivel nacional, con un óleo que repensaba el lunes santo cusqueño, al pie del Taytacha de los Temblores, ese rito que trasciende largamente el estrecho catolicismo y que no disfruta desde muchos años atrás. Intercambiaron números telefónicos y correos electrónicos para poderse encontrar otra vez. Antes de despedirse él soltó aquella bomba: ¿te acuerdas de SG?, preguntó. Sí lo recordaba, claro está. SG había estudiado dos años en la Facultad de Arte de su Universidad y luego abandonó los estudios. Esto último no lo sabía. Sucede que aquel amigo estuvo trabajando en diversos proyectos sociales, confirmando de ese modo el destino de éxito que desde su adolescencia atisbó, hasta que una misteriosa picadura de algún mosquito o bicho lo llevó de emergencia a un hospital en el que fue víctima de una mala práctica médica que lo dejó casi dos años en estado vegetal. Y aquela tragedia concluyó con su deceso hace poco tiempo.
Volvieron entonces las imágenes de un tiempo antiguo, difícil y complejo pero era el principio del camino. Estaba, con el afán tristón de siempre, deambulando en el parque de la urbanización en la que vivía. La había conocido a ella, tres años mayor, ya no recuerda cuándo, pero se enamoró perdidamente de sus cabellos largos y castaños, del diente montado en la encía que la hacía dueña de una imperfecta divinidad, de su permanente vestir de modelo. Nunca se lo dijo, nunca excepto aquella noche de borrachera desbordada en que se ahogó en la triste melodía de su locura y selló las puertas cerradas del corazón de su diosa. Y aquella diosa sucumbió justamente a las palabras y al arte de SG —quien, por la seguridad que destilaba y ese poderoso imán que escondía para las mujeres, le recordó a su padre—, él doblegó sus defensas y la estrechó fuertemente por la cintura, susurrándole palabras quizá más hermosas, pero nunca aquellas que él soñó en recitarle. Le habló de amaneceres juntos, contemplando cada estrella, cada destello en su mirada; pero estaba seguro, ahora que recordaba, que jamás pudo haberle dicho que contemplaría su corazón palpitante, como se lo pudo ofrecer él, hombre triste, al calor de una fogata, en una noche fría, lejos de la ciudad, en un paraje solitario, a la vera del río de siempre, sin luces y sin cemento, pero sí con luciérnagas y aire frío. Habrían quizá saltado por encima del fuego, jugando habrían hecho el amor, crepitando con cada rama que se hacía brasa, muriéndose de amor en cada embestida. Pero nada de eso fue y sí en cambió abdicó a dios.
Y todo, en ese capítulo de su vida, fue un vano esperar que se agotó con el tiempo y que hoy volvió al recuerdo con la muerte de quien logró todo aquello que él construyó solo en los anhelos.
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