sábado, 8 de noviembre de 2008

Destino

Empezó el camino, ya no recuerdo hace cuánto tiempo;
recuerdo, sí, el miedo acorralándome,
miedo antiguo, miedo como el que sentí
aquella mañana de agosto
en un río de la selva cusqueña
cuyas aguas me iban devorando, hambrientas,
y del cómo, de la nada, surgió aquella roca inefable
en la que me puse de pie y volví a ver el color azul del cielo:
despedí, irreverente,
el llamado de un visitante, por años, convocado.

Miedo, sí, como aquella madrugada de febrero,
en la implacable región de Chumbivilcas,
enfrentando mi soledad, sorprendido
por la única visión fantasmagórica —falsa, además—
que he tenido. Claro está, la parálisis
se extendió breves minutos,
pero el halo del misterio se hizo más grande.

Han pasado años y millas recorridas, seguramente.
El negro de mis cabellos ha cedido al color de la ceniza,
pero el miedo ha cobrado visos de absoluto y de eternidad;
mis pies encallecidos no lograron doblegar
el pavor de las tardes adivinando el futuro,
es más, el terreno perdura ignoto todavía,
y así aguardo resignado la artera emboscada,
más temprano que tarde,
de los designios dictados
—dios, quimera dormida—
que atraparán los pocos sueños que aun cargo en la alforja.



Derik Latorre Boza

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