Parto de la premisa que un derecho humano fundamental es el de que cada persona tenga o no sus propias creencias religiosas. Y eso lo han reconocido nuestras Constituciones, incluso la vigente, al señalar en su artículo 2-3, que toda persona tiende derecho a la "libertad de conciencia y de religión" y que, por tanto, no hay persecución "por razón de ideas o creencias". Y esto en el entendido de que "El ejercicio público de todas las confesiones es libre, siempre que no ofenda la moral ni altere el orden público". Sin embargo, en nuestro país —mejor decir, en nuestra sociedad— este es un derecho impracticable, mal visto y que condena, a quien osa negarse a asumir la fe de la grey, al aislamiento y reprobación sociales.
La propia Constitución establece en su artículo 50 que "el Estado reconoce a la Iglesia Católica como elemento importante en la formación histórica, cultural y moral del Perú, y le presta su colaboración. Claro que, precisa que el Estado "respeta otras confesiones y puede establecer formas de colaboración con ellas".
En otras palabras, nuestro país —y el Estado que conformamos— no ha optado por el laicismo, que, en la definición académica, es la doctrina "que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa". No. El Estado peruano tiene carácter más bien confesional. Y eso puede apreciarse cada año durante la celebración de Fiestas Patrias en las que se rompe, casi con descaro, el principio de independencia y autonomía del Estado con relación a la Iglesia Católica.
Cuando en los años 90 Mario Vargas Llosa participó en el proceso electoral aspirando a ser elegido como Presidente del Perú, uno de los aspectos detonantes del estrepitoso fracaso político del FREDEMO, fue justamente la tenebrosa anticampaña montada en la que se incendiaba la conciencia popular peruana con consignas que machacaban que no dejáramos que un ateo nos gobierne.
Los gobernantes, para no perder el contacto con las multitudes, deben participar en las ceremonias religiosas que dicta la tradición. Y es una característica que nos emparenta con todos los países latinoamaericanos. Hace poco, en Brasil se llegaba a la conclusión de que podía suceder cualquier cosa en la política, menos que gobernara alguien que no compartiera la fe católica. Sin embargo, se dan sorpresas gratificantes también como en el caso de Chile, donde la Presidente Michelle Bachelet sorprendió con su elección en un país considerado profundamente conservador, más cuando reunía características que no eran las mejor vistas en su sociedad: mujer, izquierdista y agnóstica.
Por ello, provoca sana envidia el hecho que en Europa se haya logrado ese gran paso cualitativo que es la real separación entre política y religión, la que ha sido consagrada en la Constitución Europea. Y la convicción laica en Europa es de tal magnitud que, incluso en un país de mayoría religiosa musulmana como Turquía, que viene negociando su ingreso a la Comunidad Europea, el tema vuelve a estar sobre el tapete, pues el Tribunal Constitucional de ese país anuló una Ley que permitía el uso del türban o velo femenino en la universidad. Claro, Europa tiene, en tanto comunidad, un origen que reconoce como tal: plural. En el caso de países como el Perú, el pluralismo sigue siendo nada más que una buena intención, pues seguimos aplastados por el dominio hegemónico de una tendencia cultural occidentalizada.
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