miércoles, 10 de diciembre de 2008

Destellos de libertad

Las diferentes responsabilidades (reglas necesarias para la convivencia social, muchas veces) que asume el ser humano durante su vida apabullan su libertad, al menos en los términos más primitivos a que pudiera aludirse con ese concepto filosófico de alta complejidad. Esas responsabilidades están determinadas, en mucho, por las circunstancias que le tocan a cada quien. Frente a esa realidad, me dirán que cada individuo goza del libre albedrío para construir su propio camino. Sin embargo, las condiciones del terreno son absolutamente diferentes en cada caso y, por tanto, no puede hablarse de un punto de partida igual. Todos actuamos en respuesta a —o quizá a pesar de— la adversidad (claro que las adversidades que enfrenta cada uno son totalmente diferentes también a las de los demás). Frente a todo ello, resulta ciertamente vago hablar de LIBERTAD, pues estaríamos frente a lo que sería una libertad más bien modesta. Nuestras circunstancias nos van arrinconando a tal punto que podría decirse, utilizando términos boxísticos, que estamos en muchos momentos contra las cuerdas.
Claro —me dirán—, depende de cada uno el sobreponerse a esas situaciones difíciles y, sacando fuerzas de flaqueza —algo que nace del libre albedrío justamente—, seguir edificando ese camino hacia no se sabe dónde, hacia el futuro, futuro que en algunas biografías es más que una esperanza una amenaza perpetua.

I walk a lonely road,
The only one that
I have ever known,
Don't know where it goes
But it's home to me and I walk alone.
I walk this empty street
On the Boulevard of Broken Dreams,
Where the city sleeps
And I'm the only one and I walk alone.
(“Boulevard of broken dreams”, Green day)

El caminante sigue caminando, cueste lo que cueste, sigue andando, caminará hasta donde lleguen sus pasos, su corazón marchito. La alegría se apodera del camino, inunda su cauce de esperanza, pero lo asaltan los miedos, las condenas, la represión, la muerte. Limitan su muy estrecha libertad. La sensación de estar contra las cuerdas es sofocante, abrumadora, se torna el camino en un túnel sin salida, un mar envenenado. Si el hombre no encuentra una válvula de escape, sucumbirá de todas maneras en alguna forma de muerte, no solamente la biológica.

Frente a esa realidad un refugio único es la intimidad. Cala hondo aquello que Milan Kundera nos dice a través de uno de los personajes de “La insoportable levedad del ser”: “La persona que pierde su intimidad, lo pierde todo […] Y la persona que se priva de ella voluntariamente, es un monstruo”. En ese territorio —el de la intimidad— existen zonas en las que podemos llegar a ser libres realmente, aunque solamente sea por breves instantes, como si se tratara de breves destellos en la oscuridad. A pesar de los prejuicios y temores, de los dolores, de los deberes, del esclavizador sentimiento de culpa, nuestra intimidad es el territorio en el que podemos respirar las bocanadas de aire necesarias para continuar. Y debemos proteger con celo este ámbito.

Uno de los espacios de intimidad en los que puede lograrse esa breve libertad destellante es precisamente el del erotismo, el ámbito de la sexualidad. Si dos almas —o cuerpos— se confunden en la comunión de la carne, cobra hermosa realidad el interregno libertario y liberador, se gana el cielo en esos minutos de absoluta inconsciencia en que no existe nada, salvo los amantes férreamente unidos, parqueados en la clandestinidad de su secreto. Las ideologías totalitarias (entre ellas, algunas religiones, destacando el cristianismo) han querido amordazar ese ámbito, condenar a la extinción nuestro más íntimo vínculo con el paraíso perdido, matar al salvaje que aun se arrastra en nosotros. Y son esas cuerdas invisibles las que, a veces, logran subyugar hasta esa libertad, arrebatándosela a los individuos e impregnando las mentes de culpa y pecado. El instinto, sin embargo, guía el erotismo en medio de la selva.

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