Por Amazilia Alba llegué al blog de Martín Wong, Diario de Iquitos, en el que se publicó una reflexiva narración literaria sobre la choledad en el Perú. Interesante todo esto, pues se trata de la puesta en evidencia de una falacia que se ha construido como mecanismo de defensa ante esa negativa, tan peruana, de aceptar lo que somos y quizá hasta de ignorar qué somos en realidad. Es el relato que hace el hijo del matrimonio "Hamann-Rizo Patrón Villafuerte" de su búsqueda individual de esa choledad y el dramático descubrimiento de su ser.
"Había visto a mi padre cholear a otros, cuando se refería a un congresista o cuando mi madre se quejaba de lo caras que están las cosas en el mercado. Pero nunca, señorita, nunca pensé que a mi padre le dirían cholo. Supongo que él tampoco lo pensó porque lo primero que hizo fue agarrar a trompadas a ese señor hasta dejarlo privado en la vereda". Esta imagen es muy interesante, pues nos muestra cómo estamos dispuestos a defender "nuestra decencia" incluso recurriendo a la violencia; claro, esta violencia puede ser la física hacia el que cuestione tal decencia, pero también puede darse contra uno mismo o contra los nuestros, con la negación de nuestra realidad, con la invención de un ser que, siendo falso, se superpone al real, lo subyuga.
La madre del pomposo apellido absueelve la duda de su hijo respecto a quiénes son los cholos con una respuesta temerosa ya hasta incierta: "los que no tienen un apellido distinguido, los que tienen mal gusto, bueno, casi todos ¿no? esta ciudad se llena cada vez más de cholos. Por eso debes saber bien con quién te relacionas". Todos o casi todos son cholos, excepto nosotros, excepto los "decentes" y aquellos que sentimos por encima; esta es una clasificación casi autodestructiva, pues su vaguedad es justamente la que nos condena a cholear y ser choleados, algo terrible, pues como sentencian todos "a los cholos no les gusta que los choleen".
El protagonista inicia un viaje en su prpia ciudad y, luego, se va hacia la puna, muy lejos, pero creo que ese viaje es la metáfora de un viaje introspectivo real a través del túnel que, de acuerdo a Ernesto Sábato, nos conduce a nosotros mismos. Ese yo tan complejo y que busca, cual náufrago en medio del mar, cualquier trozo de madera que pueda salvarlo: "¿Chola yo? no hijo, te equivocas. Está bien que este barrio esté lleno de cholos, pero ¿no ves que mi piel es más clara? Mira mis ojos caramelos, mira mi cabello castaño oscuro y ondulado (por más que esforzaba mi vista, señorita, a ambos los veía negros). No, mi niño. El medio hermano de mi bisabuelo fue español, y yo heredé todititos sus genes. Se apellidaba Pérez. Yo me apellido Flores. Los cholos tienen apellidos horribles. Aquí todos me dicen la gata. Los que buscas están aquicito nomás, pero no me confundas, no señor. En este barrio inmundo también habemos gente bonita y decente, poca pero la hay".
Es un recurso típico de nuestro folklor el buscar entre nuestros ancestros, directa o indirectamente, algún pariente europeo, norteamericano o extranjero, simplemente extranjero, para sustentar nuestra no choledad.
Es estresante, en verdad, y hasta angustiante, el camino hacia nosotros mismos, hacia la verdad, pero finalmente liberador. El desenlace en el cuento es contundente (quizá previsible) y su conclusión es sólida sociológica y antropológicamente, salida de la boca del abuelo (un ancestro orgulloso de su tierra y sus raíces) de Robertito: "El cholo no existe, me dijo. No es un hombre, sino una categoría; no es una raza, sino un arma con la que defendemos nuestro miedo a la igualdad. Cuando choleamos trazamos límites, levantamos murallas, distinguimos. Pero sobre todas las cosas, nos descubrimos".
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