lunes, 19 de octubre de 2009

El parricidio como salvación

Jamie Bayly no me ha llamado de gran forma la atención. Leí su primera novela, No se lo digas a anadie, la que más allá de ligera, no me marcó de manera que pueda decir que me pareció una buena novela. No he vuelto a leer nada suyo, a excepción de artículos en los que encuentro a un escriba ávido de despertar el escándalo en lo que diga, de desnudar la intimidad suya y la de quien se le ocurra hasta niveles pornográficos (por lo horrorosos, no por lo erótico). Sin embargo, Bayly publicó hoy un artículo en Perú 21 que, sencillamente, me gustó y conmovió profundamente, pues parece que quiere saldar cuentas en una relación difícil como fue la que tuvo con su padre.Destaco dos párrafos que me parecen los mejores:

"Miré a mi padre muerto, finalmente muerto, finalmente derrotado, y no sentí nada. Me había despedido de él unos días antes, en la clínica, cuando ya estaba inconsciente y yo no sabía si me podía escuchar. Le di un beso en la frente, le dije que había sido un buen padre, lo tomé de la mano y besé su mano. Fue un gesto cortés, una despedida caballerosa. No me emocioné ni sentí que estuviera diciendo rigurosamente la verdad (pero a veces la cortesía consiste en escamotear la verdad). Porque conmigo no fue un buen padre o no pudo serlo o su padre lo programó para que repitiera los abusos que él padeció y de los que nunca se recuperó.
Puedo entender que me insultase y en ocasiones me pegase con una correa: era comprensible que, estando borracho, y teniendo tantos hijos díscolos y chillones, y arrastrando esa cojera desde niño, odiase al mundo y, en particular, a su hijo marica o amariconado o amanerado; lo que no puedo entender (o perdonar) es que me humillase en presencia de sus amigos, riéndose todos de mí como unas hienas: esas burlas envenenadas, esos apodos desdeñosos con los que me llamaba, las cosas que les contaba a su amigos, haciendo escarnio de mí (por ejemplo, que me gustaba escuchar el programa Ovación de Pocho Rospigliosi, o que me gustaban las canciones de Julio Iglesias, o que me gustaba la canción Don Diablo de Miguel Bosé), me parecían una traición. Que mi padre se deleitara empequeñeciéndome ante sus amigos me dolía más que cualquiera de sus correazos. Y que sus amigos, esos pusilánimes, esos mequetrefes, se rieran junto con mi padre, rebajándome, ridiculizándome, celebrando lo afeminado e idiota que yo les parecía, encendía una llamarada en mi estómago, un fuego que nunca acabaría por extinguirse, y me hacía pensar que algún día me vengaría de todos esos mediocres de pacotilla, que algún día esos gallinazos que se reían de mí sabrían bien quién era yo, quién era capaz de volar más alto".

En realidad, ahora que "derrotó" a su padre, aunque sea muerto, es que empieza el verdadero reto de su vida: saber si ella tiene algún sentido, sin el objetivo de vengarse del padre que lo humilló desde niño, es decir, si puede vivir por fin en paz consigo mismo.

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