Ayer, en un restaurante, mientras contemplaba a mis hijos en los juegos que instalan para los niños, dos niños, quizá hermanos o primos, salieron y se acusaron mutuamente ante la ¿madre?, de haberse agredido. La madre sentenció que se iban y, como comentario final, manifestó que en lugar de pelear entre ellos, juntos debían cuidarse de los demás. Esto me llamó a reflexión, pues es esa forma en la que estamos socializando en este "mundo globalizado", viendo en los otros, en el prójimo, un agresor en potencia, del cual defendernos, nunca alguien con quien debiéramos practicar la solidaridad, sino por el contrario competidores y, por tanto, enemigos.
La crisis financiera actual, que tiene lecturas distintas, me parece a mí —debo confesar que, al menos, la idea me ilusiona— el principio del fin del "capitalismo salvaje" (aunque este concepto sea redundante). Claro, eso no significa negar que el mercado es el mejor sistema de asignación de recursos, pues la competencia real, en efecto, hace que mejoren la calidad y el precio en la oferta, siempre en relación, claro está, con la demanda. Sin embargo, estos últimos veinte años fueron la muestra palmaria de la "reificación" del mercado, a tal punto que ese cuasi "ser" tiene prácticamente emociones, sensaciones, ya que puede estar viviendo un ambiente de confianza y las cosas van bien, pero si empiezan sus nervios, la cosa se empieza a poner mala. El mercado goza, el mercado sufre, el mercado padece resfríos, el mercado tiene alegrías.
Entonces, la idea es que a la relación libre entre la demanda y la oferta (el mercado) no se le otorgue un carácter cuasi divino, que lo independice de las relaciones sociales y menos que estas últimas se supediten a sus designios, pues ese mercado es el resultado, más bien, del permanente interactuar social. Si asumimos lo contrario, es claro que la "selección natural" se aplicará a todos los aspectos de las relaciones humanas, pues, incluso en la socialización entre niños, las víctimas de la reificación mercantil, enseñaremos a nuestros hijos que el otro no es más que un competidor, un enemigo, al que —si quiero tener éxito— tengo que derrotar y, si puedo, destruir. La competencia es útil en la medida que sea medio para mejorar nuestro rendimiento, pero pierde su carácter de incentivo cuando deviene en un fin en sí misma.
Es quizá eso lo que también puede concluirse luego de ver los filmes "Ciudad de Dios" y "Tropa de Élite". Estas dos películas brasileras, muestran las situaciones extremas que se viven en el Brasil, pero también, de alguna manera, en nuestras sociedades. Claro, esto siempre y cuando no hagamos un análisis con anteojeras políticas e ideológicas, sino, más bien, con un criterio realista.
En "Ciudad de Dios" estamos en un ámbito de ausencia total del Estado, vacío regulatorio que llenan las pandillas de narcotraficantes con sus propias reglas. Es la ley de la jungla de cemento, vence el más fuerte, el más salvaje; siguiendo las leyes económicas, todos buscan maximizar, dentro de su contexto, sus beneficios y ello puede ser logrado si copan los mercados de la droga, que tienen elevada demanda (aquí habría que abrir una línea de debate sobre la penalización o la legalización del consumo y el tráfico de drogas). Esa selva reclama también un pacificador, aun a costa del miedo, y por tanto aparece Zé Pequeño, con su fuego infernal, desde niño, como predestinado a ser el mayor criminal de la favela. Pero ahí está también Buscapé, el niño que no quiere ser arrastrado por ese torbellino de violencia y que quiere escapar de ese mundo a través de la fotografía, objetivo que, al final, logra, entre otras cosas, porque no tiene la capacidad para vivir esa guerra perpetua. Y él es testigo privilegiado de ese infierno, en el que la corrupción de los aparatos estatales, como la policía, juega un rol central.
En el caso de "Tropa de Élite", se trata de la mirada desde el otro lado, sin actitudes de beato ni nada por el estilo. ¿Cómo se combate ese submundo de los traficantes en el que confluyen además hijos de la clase media y alta de la sociedad, así como muchos policías? El statu quo es agobiante y tres jóvenes reclutas de la policía se enfrentan a esa dura realidad, pues ellos quieren cumplir con su deber: desde lograr la reparación de los vehículos de la policía, cuestión casi imposible, pues "alguien" roba los motores por partes; hasta tratar de limpiar la afectada imagen de quienes en teoría garantizan el orden y la seguridad en nuestras sociedades, precisando que si bien existen policías corruptos, no es menos cierto que hay muchos policías que quieren hacer bien su trabajo. La monstruosidad del sistema, sus redes tejidas por años, lustros o siglos, van cerrando las posibilidades a estos reclutas, hasta que Matías, el más idealista de ellos, sucumbe —al menos aparentemente— al pragmatismo tirano de la BOPE. Algo así como la absoluta regulación de las relaciones humanas, su control milimétrico para lograr el orden y la justicia, sin importar los medios a los que se recurra.
Hago un paralelo con nuestras vidas reales: la gente está entre dos fuegos: el de las grandes corporaciones privadas, por un lado, y el del Estado, como megacorporación, por el otro. Muchas veces, esos fuegos se unen, simplemente para asegurar su pervivencia. Ese es el sistema que rige y del cual, aparentemente, no hay escapatoria posible.
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