"Los caminos de la vida,
no son los que yo esperaba,
no son los que yo creia,
no son los que imaginaba.
Los caminos de la vida,
son muy dificiles de andarlos,
dificiles de caminarlos,
y no encuentro la salida".
Apu Salkantay, por lo menos desde el aire te he visto, he llegado hasta ti.
En construcción
A Joseph Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler, se le atribuye una frase muy expresiva: “¡Cuando escucho la palabra cultura saco mi pistola!”. Más cercanamente, en la salita del SIN, el 26/11/1999, en una reunión en la que conspiraban Vladimiro Montesinos, Carlos Boloña, los jefes del ejército, la marina y la aviación y los propietarios de Frecuencia Latina, para asegurar la reelección de Alberto Fujimori, uno de los hermanos Winter (Samuel o Mendel, la transcripción no individualiza al responsable) definió el papel que debía cumplir la TV con una claridad meridiana: la televisión debe dar información y entretenimiento pero de ninguna manera brindar cultura. Los resultados de esa agenda son la prensa y la TV basura, diseñadas para mantener a los lectores y espectadores pendientes de los chismes de la farándula y ávidos de su cuota de ampays y reality shows. Mientras los de abajo estén así enganchados, los promotores de esta bazofia podrán saquear cómodamente el erario público y utilizar el poder al que han llegado con los votos del pueblo para servir los intereses de quienes tengan el dinero para pagar sus servicios.
La aversión de ciertos políticos hacia la cultura es por eso natural: un pueblo al que se mantiene en la ignorancia es fácilmente manipulable, mientras que un pueblo culto está preparado para ejercer sus derechos ciudadanos. De hecho, solo existe una verdadera democracia allí donde existe una ciudadanía informada, capaz de ejercer control sobre aquellos a quienes ha delegado el poder. Quienes quieren ejercer el poder en contra de los intereses de las mayorías tienen que asegurarse de que estas se mantengan alejadas de los temas trascendentes, y por eso debe alimentarse una sensibilidad popular adicta a la basura.
Para cualquier propuesta política que de verdad se proponga construir un país para todos la cultura tiene que ser una prioridad fundamental. La cultura figura en los discursos electorales pero no es una real prioridad para los políticos que nos gobiernan: basta ver cuánto se destina del presupuesto nacional al fomento de la creación artística y científica o a poner en valor las grandes obras que nos han legado nuestros antepasados. Para el neoliberalismo la cultura solo es útil si produce utilidades (vendiendo turismo, por ejemplo), pero no tiene valor por sí misma, por su papel en la forja de seres humanos integrales.
El distanciamiento entre política y cultura tiene diversas causas. Por una parte, el sistema electoral favorece pensar en el corto plazo y los frutos que puede aportar la inversión en la cultura no se ajustan a este cronograma. Por lo general los políticos tienen como prioridad personal mantenerse electoralmente vigentes y por eso apuestan a proyectos que brinden resultados inmediatos, que de ninguna manera rebasen el mágico margen de los 5 años que separan una elección de la siguiente. Colabora también a este resultado la ignorancia de muchos políticos. Tenemos parlamentarios que creen que Mario Vargas Llosa ha escrito Los perros hambrientos, como afirmó José Urquizo, o Ña Catita, como sostuvo Rosa Florián. Es iluso esperar que entiendan de qué se habla cuando se reivindica la promoción cultural como una misión fundamental del Estado.
Este 2011 –más exactamente, en dos semanas– se conmemora el centenario del nacimiento de José María Arguedas, una oportunidad inmejorable para poner estos temas en debate. La mezquindad de Alan García ha impedido que el Estado consagre –como debió ser– este año a su memoria. Homenajear a Arguedas no le iba a ganar a García la atención que anhela, mientras que poner los reflectores sobre la recuperación de las piezas arqueológicas de Machu Picchu, que retenía la U. de Yale, puede convertirlo en el muerto del velorio; prepárense para ver las primeras planas que le brindará la prensa ayayera.
No hay nada nuevo bajo el sol: hasta aquí García fanfarroneaba afirmando que, aunque no puede lograr que sea presidente quien él quiere, sí puede impedir que lo sea quien él no quiere. Ahora podrá añadir que puede impedir que se homenajee a quien él no quiere. Por suerte el genio de Arguedas está por encima de semejante cicatería.
Las noticias del país son fastuosas: crecimiento económico inédito, superior al 10% el último mes; mejora sustantiva de las condiciones económicas y de empleo de la población; importante afluencia de inversiones extranjeras. Además, la opinión pública unánimemente repudia el rebrote terrorista y respalda al gobierno para combatirlo; se relaja la crítica a la corrupción, pues serían errores propios de quienes ejercen el poder. Estamos bien y esto, lo mejor que tenemos hoy, hay que defenderlo, incluso de nosotros mismos. El radionoticiero me bombardea con el éxito del país, que contrasta con la precariedad de mi situación, caído en un hoyo más profundo esta vez, sin ánimo para levantarme, sin dios alguno. Mi mujer soporta hoy una cruz mayor en sus hombros y, a pesar de ello, sostiene la estabilidad precaria de mi hogar. Soy un lastre pesado. Quisiera haber tenido el valor de irme. Pero no, siempre fui cobarde.
El país sigue creciendo y la felicidad de mis conciudadanos es palpable; esto va a contracorriente de mi vida. Es más, mi envidia le da al país y mis conciudadanos el doble —y en positivo— de lo que yo les mezquino. Después esa envidia vuelve a mí, filo cuchillo, y se clava en mis esperanzas moribundas. Mejor, que mueran, pienso, así será imposible seguir mintiéndome, será más simple aceptar que ya, desde el comienzo, estaba muerto y que lo que camina como yo no es más que un espectro de lo que fui y, con mayor precisión, de lo que quise ser y nunca seré. Escucho nuevamente la radio y el escritor famoso dirige ahora un programa de noticias y, claro, con su desenfado, con su frescura, es todo éxito. Me corroe la envidia, ¡oh, dios!, no tengo perdón. ¿Tengo la más remota posibilidad de ser alguien? No, desengáñate huevón.
Mi centro de labores es una pequeña oficina en la que trabajan, apiñadas, siete personas. El piso de cerámicos, sin alfombra que atenúe su frialdad, penetra las piernas, los cuerpos que osan —o padecen— trabajar en esta sala yerta de paredes descoloridas, con amplias ventanas, algunas rotas y que han sido reemplazadas con cartones, como en los asentamientos humanos en los que, a pesar de la ola optimista que insufla el gobierno este tiempo, la pobreza flagela aún las almas de la gente, de los niños. César es el jefe de la oficina y es tocayo del hermano mayor de mi madre (su orgullo, su paradigma para mí). Pero este César es el polo opuesto al César tío ejemplar. Es un corajudo hombre del sur peruano, de cabellera negra e hirsuta, dominada por la constancia antigua en el trajín del peine; un hombre que quizá tuvo sueños, pero que los olvidó y hoy solamente se alberga en ese rincón en el que, fracasado, recuerda sus hazañas heroicas de probidad, reales o ficticias, pero suyas, tiernamente suyas. Están también Octavio y la guapa señora Lupe, pasivos acompañantes de César, desde tiempos inmemoriales, desde cuando probablemente esta oficina tuvo algún resplandor, aunque haya sido no más que halito efímero. Los demás son casi invisibles.
Esta mañana estoy particularmente exaltado, creo que ha calado en mí aquel discurso de la rentabilidad de la felicidad y, nuevo intento, me dispongo a abandonar el marasmo habitual, bebo café sin azúcar, rezo, comienzo un Informe como si escribiera los poemas que quise publicar y que incineré atrapado en la niebla del pasado. Sigo rezando, si el país está creciendo, mejora, se ha curado, también tú puedes —me digo—, ¡vamos! No importa, pienso, no envidies a los demás, tan solo piensa en ti, desarróllate, si te toca ser una hormiga más, es tu destino, si toca que seas hormiga reina, mejor. Pero mírate, déjate ser, el destino es lo que será. Te hiere pensar eso, tú naciste —al menos crees, soñaste ello— para destacar, para ser alguien en este mundo de bultos humanos grises y te das cuenta de que no es suficiente desear algo, sino, como lo decía el último amigo que tuviste, necesitarlo y, sobre todo, merecerlo. Y tú solamente miras lo negativo en la realidad y, por supuesto, lo negativo te persigue y, tarde o temprano, sucederá todo lo que temes. Con César, esta mañana, te saludas, hay en él algo que te recuerda profundamente a ti mismo o, tal vez, que te advierte de lo que serás también tú, como una suerte de espejo futurista, y has llegado a estimar a esta persona, por más que lo sientas ajeno y demasiado feliz en su pequeñez, como si su fe le alcanzara, como si dios le permitiera —previa ofrenda de resignación— ser feliz en su rusticidad, a diferencia de lo que sucede contigo que te niegas a aceptar ser solo hormiga, insignificante peón, una mierdita, en el ajedrez universal, en el ajedrez de tu país que abandona el conjunto de países fallidos; escupes tu rabia, pues sientes que quizá dios te está queriendo enseñar a ser una muestra franciscana de santidad. Blasfemas. Bullen en tu cabeza ideas, recuerdos, tu mamá abrazándote cuando le dijiste que el tío César no te quería, pues te había gritado por ser lo que eras, esta cosa rara opuesta al éxito acartonado de sus hijos. Fracasado inclasificable, pues ni te hundiste en el alcohol o las drogas y hasta pudiste saborear ciertos placeres reservados para la gente como ellos. Pero se acabó, terminó. Enristras el arma que escondes e imaginas el traqueteo interminable de las balas arrebatándole la felicidad a todos tus compañeros de trabajo, como sucede en todo país desarrollado, serial killer. Imaginas los titulares. Eres famoso, un asesino famoso y muerto.
Apenas sostengo la cordura y concluyo que no soy yo el problema, sino que el país de mis amores, harto de mis gritos desaforados mostrando su verdadero rostro, me ha condenado a la soledad, mi habitual tristeza, porque quizá no sea tan cierto eso de que avanzamos invencibles y somos casi del primer mundo. Mejor quedarme aquí, los locos están allá afuera. ¡Buenas noches!