lunes, 27 de enero de 2025

Espiritualidad y ateísmo en el contexto andino

Mi amigo Mario Arteaga Zegarra me regaló un libro cuya lectura me ha generado múltiples reflexiones: “El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios”, del filósofo francés André Comte-Sponville, publicado el 2006, aunque varias veces reeditado, incluyendo la cuarta edición en castellano, del año 2021. Se trata, en buena cuenta, de un llamado, desde el ateísmo, a la convivencia pacífica sobre la base de la tolerancia, entre creyentes, agnósticos y ateos, impugnando, eso sí, el fanatismo, el fundamentalismo de cualquier signo.

El autor, recurriendo a Kant distingue “tres grados de creencia o de aserción: la opinión, que tiene conciencia de ser insuficiente, tanto subjetiva como objetivamente; la fe, que sólo es suficiente subjetiva, pero no objetivamente, y finalmente, el saber, que es suficiente tanto subjetiva como objetivamente” (p. 84). Por tanto, en relación con la religión o incluso respecto a Dios uno puede tener una opinión o incluso una fe; no obstante, el saber respecto a Dios no es posible.

Desde una perspectiva del conocimiento, la existencia de Dios es dudosa, mientras que, la existencia de las religiones es cierta (p. 19); por ello, postula, sin ambages, que la religión es un derecho, pero la irreligión también (p. 141). Recordando lo que escribió Bayle a finales del siglo XVII, afirma que “tan cierto es que un ateo puede ser virtuoso como que un creyente puede no serlo” (p. 59). Por tanto, no existe superioridad ética ni moral de quienes profesan una fe, respecto a quienes no. Lo que corresponde es una convivencia pacífica y tolerante entre todos, en una sociedad laica, en que las normas de convivencia sean cumplidas por todos. Debe señalarse, sin embargo, que en países como el Perú en los que una abrumadora mayoría adhiere a la religión católica, muchas veces el sentido común social se construye a partir de los dogmas de esa fe y generan niveles de intolerancia respecto a los diferentes, sean religiosos o irreligiosos; hace unos días una conocida mía, miembro de la Asociación Evangélica de la Misión Israelita del Nuevo Pacto Universal, comentando la censura de la que fue objeto la obra teatral “María Maricón”, me comentaba que los católicos ante una situación que consideran afecta a su religión reaccionan de un modo contundente, irascible, que se deja sentir por el poder con que cuentan, pero son intolerantes hacia personas de otros credos, como el suyo. Entonces, una convivencia pacífica y con tolerancia, implica que se actúe en congruencia y con respeto a todas las personas y credos, sin diferencias. El caso del ex Cardenal Cipriani pone en evidencia este punto, conforme a lo informado por el Diario El País de España, pues la doble vara salta a la vista de manera inmediata.

El autor distingue conceptos importantes para entender sus postulados. “El agnóstico y el ateo tienen efectivamente en común —por eso se confunden con frecuencia— el hecho de no creer en Dios. Pero el ateo va más lejos: cree que Dios no existe. El agnóstico, por su parte, no cree nada: ni que Dios exista ni que no exista” (p. 83).

Comte-Sponville se autodefine como ateo y sostiene que no cree en Dios por tres argumentos: “la debilidad de los argumentos opuestos (las pretendidas ‘pruebas’ de la existencia de Dios); la experiencia común (si Dios existiera, debería hacerse ver o sentir más); mi rechazo a explicar lo que no entiendo por algo que entiendo todavía menos”. Además, cree que Dios no existe por tres argumentos adicionales: “la desmesura del mal; la mediocridad del hombre; y finalmente, el hecho de que Dios se adecua tan bien a nuestros deseos que es totalmente lógico pensar que ha sido inventado para satisfacerlos, al menos de forma fantasmal (lo que convierte a la religión en una ilusión en el sentido freudiano del término)” (p. 140). Creo importante graficar estos argumentos, pues explican con claridad la posición atea del autor:


El autor nos propone una perspectiva diferente de la espiritualidad: “Es el aspecto más noble del hombre, o más bien su función más elevada, que nos convierte en algo distinto a las bestias, más y mejor que los animales que también somos” (p. 143). Se trata, entonces, de una cuestión propia de la humanidad, un atributo vinculado a su sed de trascendencia, propio de la naturaleza humana y no, por tanto, un atributo divino o exclusivo de la religiosidad. Así, ser ateo “no significa negar la existencia del absoluto […]; es negar que el absoluto sea Dios” (p. 145).

Algo que debe tenerse muy en claro es que “El espíritu no es la causa de la naturaleza. Es su resultado más interesante, el más espectacular y el más prometedor […]” (p. 147). Por tanto, entender el espíritu en esos términos le quita el sentido de divinidad a ese concepto y lo hace más terrenal, telúrico, algo más cercano a la tradición andina milenaria que, en el Perú, seguimos negando de manera obstinada, alienada.

A lo largo del libro, queda clara como premisa la distinción binaria de las cosmovisiones de Occidente, por un lado, y de Oriente, por el otro; esta premisa desconoce la realidad pluricultural del mundo y muestra, además, una intención implícita en Occidente de perpetuar su influencia cultural en aquellos territorios que fueron sus colonias, como son África y América Latina, espacios donde el pensamiento se ha desarrollado de manera distinta, aunque la dominación occidental ha generado que se desconozcan —y hasta olviden— las líneas estructurales de las culturas propias, como ha sucedido de manera muy marcada en América Latina, donde prima la idea de un “mestizaje” como solución a la identidad, aunque ese mestizaje sea el que destaca la “hispanidad” como columna vertebral del mismo, tal y cual lo indicó Isabel Díaz Ayuso, política española ultraconservadora, en el aniversario de la fundación española de Lima. ¿Se puede seguir pretendiendo desconocer, negar, la relevancia de las culturas milenarias que se desarrollaron en estos territorios? El mismo Comte-Sponville recuerda un proverbio africano que afirma que, cuando se ignora a dónde se va hay que recordar de dónde se viene’, pues sólo ese recuerdo permite saber adónde se quiere ir (p. 55). El problema en nuestras sociedades es que negamos —y nos avergonzamos de— nuestros orígenes andinos y buscamos blanquearnos a cualquier costo, pretendiendo ser “occidentales”, aunque sea “de segunda mano”. Una amiga, reconocida en Lima como “blanca”, se sorprendió cuando al llenar algún documento migratorio en Estados Unidos, el oficial a cargo corrigió la información respecto a su raza: “marrón”. Lo cierto es que la abrumadora mayoría de habitantes de este país tienen ese color, en una amplitud de matices.

Por otra parte, creo importante destacar que la “tradición” cultural y religiosa de América Latina, en general, y del Perú, en particular, no debe asociarse al catolicismo imperante, al menos no al catolicismo “puro”. Ese enfoque debería mirarse de manera muy crítica, pues la religión católica, sin dejar de mencionar los importantes aportes que puede haber efectuado, ha jugado también un rol central en la pervivencia de lo que se denomina la “herencia colonial”. Es más, Charles Walker llama la atención sobre el peso que el catolicismo tuvo en la derrota de la revolución de Tupac Amaru; dicho historiador sostiene que la decisión del arzobispo del Cusco, Moscoso y Peralta, fue devastadora en el ánimo de líder rebelde y de su esposa, ambos muy católicos, y afectó su imagen ante la población en general. ¿Podemos tener como base para una liberación real de nuestras sociedades al catolicismo?

El reto en países como el nuestro es reencontrarnos con las tradiciones culturales milenarias de estos territorios, entre ellas las tradiciones religiosas de origen prehispánico, ser capaces de reconocer a qué deidades se venera detrás de devociones particulares de sectores importantes de nuestra población. Por ello, cuando Comte-Sponville afirma que el animismo y el politeísmo están muertos en Occidente (p. 22), esa afirmación no es aplicable, al menos no de manera clara, al caso de países como el nuestro, donde tanto el animismo como el politeísmo subsisten e incluso están vigentes en plenitud, aunque bajo el disfraz de un “catolicismo pagano”; pretender explicar esto como una desviación idolátrica de la doctrina católica es insuficiente.

El autor profundiza en este punto afirmando que “Influyen también la prolongada inmersión en una sociedad, desde la infancia, la interiorización de la lengua materna (y las estructuras mentales que ésta comporta), las costumbres, las tradiciones, los mitos, la sensibilidad, la afectividad… La historia es cuanto menos tan relevante como la inteligencia […] Prefiero profundizar en nuestra propia tradición […]”. (p. 76). ¿Estamos trabajando, en el Perú, sobre la base de nuestra historia real?

Por otra parte, señala que “La fe es una creencia; la fidelidad, en el sentido en que tomo la palabra, es más bien una adhesión, un compromiso y un reconocimiento. La fe se refiere a uno o varios dioses; la fidelidad, a valores, a una historia y a una comunidad. Aquella concierne a lo imaginario o a la gracia; ésta, a la memoria y a la voluntad” (p. 39). Por tanto, en una sociedad puede prescindirse de la fe pero no de la fidelidad, siendo que “la única manera de ser verdaderamente fiel a los valores que hemos heredado consiste en legarlos a nuestros hijos” (p. 44). En nuestras sociedades se ha afirmado que el “mestizaje” no se dio a partir de una relación consensuada, sino por una violación y la “educación” de esos mestizos se ha dado a partir de la negación de la víctima, buscando que esa identidad se construya a imagen y semejanza del violador. ¿Son esos valores los que queremos seguir legando a nuestros descendientes?, ¿cuáles son los valores, la historia, la voluntad a la que adheriere nuestra fidelidad? 

Comte-Sponville se autodefine como un ateo fiel: “ateo, porque no creo en ningún Dios ni en ninguna potencia sobrenatural; pero fiel, porque me reconozco en una determinada historia, una determinada tradición, una determinada comunidad, y especialmente en esos valores judeocristianos (o grecojudeocristianos) que son los nuestros” (p. 46). La pregunta en países como el Perú, en que la propia religión católica fue impuesta desde la invasión de estas tierras, es ¿qué valores son los que sostienen los mínimos vínculos que unen a nuestra sociedad?, ¿los del despojo, la explotación y el genocidio? ¿Deberíamos más bien explorar profundamente en nuestra memoria y en nuestras costumbres para identificar los valores milenarios que nos sustentan?, ¿ser un ateo o un agnóstico fiel en el Perú implica seguir adhiriendo a los valores que nos legaron quienes expoliaron estas tierras aun a costa de seguir negando el componente más importante de la identidad peruana?

Es indudable que la religión aporta a la gente un ritual para momentos diversos, sobre todo aquellos complicados. Por ejemplo, ante la muerte de alguien: “Es una forma de domesticar el horror, de humanizarlo, de civilizarlo, y no cabe duda de que es necesario. No enterramos a un hombre como a un animal. No lo incineramos como un leño” (p. 27). Comte-Sponville destaca que más que la religión, lo realmente importante para las sociedades es el vínculo entre sus miembros que se genera desde la comunión que hace posible la existencia de la comunidad y no solo un conjunto de individuos (p. 32) y concluye que “una sociedad puede prescindir seguramente de dios(es), y quizás incluso de religión, pero ninguna puede prescindir duraderamente de comunión” (p. 36). Con mayor amplitud, afirma que “Podemos prescindir de la religión; pero no de la comunión, ni de la felicidad, ni del amor. Aquello que nos une, aquí, es más importante que lo que nos separa” (p. 79). Entonces, es claro que una sociedad o una comunidad para ser tales requieren de un vínculo que permita que sus miembros se sientan parte de ella. Es a esto a lo que Comte-Sponville refiere cuando escribe sobre la “comunión”, cuya armazón puede ser una religión, pero no de manera indispensable, pues existen vínculos diferentes y que no requieren de una explicación divina de lo desconocido.

Es importante destacar —desde una perspectiva crítica— que el capitalismo parece haber logrado conformar una “comunidad” de individuos cada vez más aislados unos de otros, sin vínculos que propiamente los unan, sino que sostienen a consumidores que son simples engranajes de un mecanismo que les exige, además, agobiantes prácticas competitivas en su faceta de trabajadores o, con un eufemismo aspiracionista de estos tiempos, “emprendedores”. Esa comunidad de individuos aislados se sostiene en esos vínculos que exacerban la idea de la salvación personal, egoista, destacando las capacidades puramente individuales, negando la relevancia de la comunidad. De ese modo, el capitalismo, en tanto sistema económico político, ha logrado erigirse como una religión cuyo elemento de comunión es justamente el del beneficio individualista, egoísta. Comte-Sponville precisa que “Todo ego está siempre frustrado” (p. 173); en las sociedades capitalistas, por ende, egolátricas por excelencia, la exacerbación de la frustración puede generar una implosión de esas estructuras.

La fidelidad y la comunión sostienen a una sociedad. Sin ellas, la anomia va ganando espacio irremediablemente, pues todo se reduce al individuo y su esfera más íntima. Debemos ser capaces de tomar distancia de lo cercano, de lo que me rodea. “La oscuridad, que nos aleja de lo más próximo, nos abre a lo más lejano”. Entendiendo lo más lejano, podré entender también lo más cercano, sin la proximidad que me quita objetividad. Por ello, Comte-Sponville precisa que “No me vanaglorio de mis angustias, ya que casi todas son egoístas o, al menos, egocéntricas: sólo temo por mí o por los que amo, por mí y mis allegados. Por eso, lo lejano me sienta bien: aleja mis angustias” (p. 157). El absoluto, nos dice, está en los otros.

Finalmente, lo más complejo en el planteamiento de Comte-Sponville es la necesidad del hombre de lograr prescindir de la esperanza, sobre la base de la serenidad. Requerimos de la serenidad que es vivir sin temor, pero también sin esperanza. Y es que, como escribe: “La esperanza es el principal enemigo del hombre, decía Prajnânpad; la serenidad, su principal victoria” (p. 182). “La serenidad no es la inacción: es la acción sin miedo, y, por tanto, sin esperanza […] No es la esperanza lo que nos lleva a actuar […], sino la voluntad […] Quien espera la victoria ya está vencido […], quien nada espera vive sin temor” (p. 183).

miércoles, 28 de agosto de 2024

Una distopía pretérita y recurrente

Un golpe seco y contundente en nuestra mayor vulnerabilidad. Golpes que nos ahogan. Nos provocan náuseas y, además, generan un rechazo visceral hacia lo que de rutinario tiene nuestro mundo: el canibalismo. Eso es Cadáver exquisito, de Agustina Bazterrica, novela publicada en 2017.


De entrada, se nos advierte sobre el poder de las palabras y el lenguaje, sobre el uso que de él se hace “para suprimir cualquier cuestionamiento”. Afirma que “hay palabras que encubren el mundo”, palabras que “son convenientes, higiénicas. Legales”. Y es que en nuestras sociedades, todo requiere de las palabras como medio para imponer, seducir, legitimar, legalizar el orden de cosas. Las palabras construyen el mundo o ayudan a definirlo, por lo menos.

La novela cuenta la historia de la sociedad argentina, bonaerense, en un momento en el que los gobiernos del mundo alcanzaron el consenso para legalizar el canibalismo como fuente de las proteínas que requiere consumir el ser humano, pues un virus mortal atacó a todos los animales, que resultaron por ello incomestibles, teniendo que ser aniquilados. El protagonista sospecha que, en verdad, esa es una justificación y que, más bien, las élites mundiales buscaron, con esa medida extrema, reducir la superpoblación e incluso reimpulsar la industria de la alimentación.

Alguno de los personajes afirma que “desde que el mundo es mundo nos comemos los unos a los otros. Si no es de manera simbólica, nos fagocitamos literalmente”. El ser humano como una especie antropofágica por naturaleza. Los inmigrantes, marginales y pobres fueron los primeros en convertirse en ganado humano. Una distopía real y que se ha repetido de modo incesante, mientras los discursos de la felicidad nos siguen mostrando un mundo primoroso, de mentira.

Marcos, el protagonista de la novela, trabajador de un frigorífico muy capaz y eficiente, ha vivido, primero, el extravío de su padre en la demencia, quizá como forma de salvarse de ese mundo, y, luego, la muerte de su hijo recién nacido. Su matrimonio se ha quebrado por el dolor. Él ve a personas que se rompieron, que no tienen como recomponerse, entre ellas su esposa. “También quisiera poder quebrarse […], pero su derrumbe nunca termina de suceder”. Un descalabro infinito que le cambia el color al mundo y que incluso abre la posibilidad del pensamiento crítico.

Si bien Bazterrica es vegetariana, lo que quizá explique el despliegue imaginativo de esta novela como censura del consumo cárnico, nos muestra, por otro lado, una radiografía plena y realista de la sociedad humana bajo el sistema capitalista, que ha sido capaz de reducir todo a la condición de simple mercancía, incluso el ser humano. Ese contexto permite entender, por ejemplo, propuestas políticas desquiciadas como la legalización del comercio de niños, que el actual presidente argentino presentó durante su campaña, sin que eso generara desasosiego o alguna incomodidad, por lo menos, entre sus electores; o planteamientos de académicos como Gary Becker (Premio Nobel de Economía) quien señalaba que todo en el comportamiento humano es susceptible de un análisis económico, para lo cual basta que se combinen tres supuestos: comportamiento maximizador, equilibrio de mercado y preferencias estables. Tal vez por ello en ese mundo distópico el jefe de Marcos en el frigorífico es descrito con la frialdad del análisis económico: “Sólo le interesan los humanos comestibles, las cabezas, el producto. Pero no le interesan las personas”. En ese escenario, entonces, en la industria del ganado humano corresponde desarrollar dicha actividad pecuaria buscando la maximización de los beneficios y la minimización de los costos, considerando que la necesidad de proteínas garantiza la estabilidad de la demanda de carne humana en el mercado, logrando poco a poco que esta se estabilice gradualmente en la preferencia de los consumidores. Terrorífico pero absolutamente propio de esa racionalidad económica.

La sociedad en la que se desarrolla la novela es una no muy diferente a la nuestra, en la que la seguridad del futuro para la gente se ha diluido y reina una incertidumbre total que obliga a la gente a cuidar sus empleos o fuentes de ingresos. Más allá de las preferencias cognitivas o morales de cada persona, nuestras sociedades son una jungla en la que uno debe hacer lo que pueda para sobrevivir. Un colega de Marcos en el frigorífico, encargado de aturdir al ganado humano, antes de su sacrificio, comenta con él que, “cada vez que sentía remordimientos pensaba en sus hijos y en cómo les estaba dando una mejor vida gracias a ese trabajo […] Le dijo que cada uno tiene una función en esta vida y que la función de la carne era ser sacrificada y luego comida”.

Reitero que, en ese reino de incertidumbre que el capitalismo neoliberal ha impuesto, no existe seguridad para nadie, pues, como le dice a Marcos la dueña de una carnicería, “Hoy soy la carnicera, mañana puedo ser el ganado”. Por tanto, es el reino en el que cada uno debe luchar por sobrevivir, por seguir siendo parte de ese universo de seres humanos que comen y evitar a todo costo ser parte de los humanos comestibles.

Marcos está sobrepasado, se da cuenta que todo lo que se está viviendo, el hecho de que se hayan acostumbrado como sociedad a esas prácticas antropofágicas en un entorno industrializado, es algo atroz y, sin embargo, la gente no es crítica y se acomoda a esa realidad, la acepta y, al final, hasta la disfruta. No hacerlo podría enajenar las mentes críticas, como sucedió con su padre, quien sucumbió en la demencia senil como si fuera un refugio donde protegerse de la realidad. Quisiera escapar, que desaparezca todo, pero la realidad es la realidad y, en un final inesperado (aunque me parece no del todo bien estructurado), Marcos, sirviéndose de un espécimen hembra del ganado humano especial que le fue regalado, acicateado por un impulso de egoísmo extremo, en colusión final y resignada con su esposa, buscan servirse de esa cabeza embarazada para intentar suturar sus heridas y, quién sabe, recuperar al hijo muerto, recuperarlo en una nueva vida.

jueves, 20 de junio de 2024

De dónde venimos los cholos y el sueño del pongo

El libro de Marco Avilés, titulado De dónde venimos los cholos, es un interesante testimonio de un Perú "provinciano", que por azares de nuestra historia, ahora está radicado en Lima y disfruta hoy de un profundo optimismo.


El libro está estructurado como un viaje a través de nuestro país. Dicho viaje empieza en Abancay, ciudad en la que nació el autor y de la que se mudaron a Lima, después del accidente automovilístico en el que falleció su madre, dejando sepultada en ella "nuestra historia anterior". Un hecho trágico que expulsa a la gente de su lugar. Y, luego, ya en Lima, ser forasteros en plenitud: "Los cholos blanquiñosos nos camuflábamos. Los cholos oscuros sufrían". Una categoría que se va dividiendo en subcategorías. Los "blanquiñosos" aparentemente eran personas en mejor situación también en los Andes, pues eran los terratenientes. Es más, Avilés nos relata que su abuela "era una viuda de carácter fuerte que recorría sus propiedades resguardada por un séquito de indios desnudos. La cargaban en andas como a una reina medieval"; esto, más que un testimonio fiel parece una hipérbole para presentarnos más dramáticamente la situación de los "cholos oscuros" o "indios".

De los parajes cálidos de Abancay, Avilés nos lleva hasta Chumbivilcas, para apreciar en esa región lejana del Cusco, una costumbre violenta como es el Takanakuy. Esta costumbre que es definida por uno de los protagonistas de esta historia como "catarsis popular", pero que en concepto del propio Avilés parece no ser suficiente, "que acaso es demasiado civilizado para apaciguar odios más profundos", nos presenta además un escenario social en que la pobreza, la violencia, el alcoholismo, afectan a una población de manera general. Pensemos que ahora Chumbivilcas tiene importantes proyectos mineros en desarrollo, los que, con su dinámica, han cambiado el rostro de ese espacio geográfico y cultural.

Siguiente parada: Churubamba. También en el Cusco, aunque más cerca de la ciudad milenaria. Otra vez el alcoholismo como el vicio que afecta a comunidades indígenas desde épocas antiguas. La reforma Agraria como un proceso que buscó devolver la propiedad de la tierra a los indios y que precedió a la llegada del capitalismo. Y este, a su vez, al fútbol. En este relato se tiene palabras de elogio para el trabajo cooperativo de los comuneros, que en competencia buscaban desarrollar más labores los de los otros equipos.

La Plaza Roja desde el Ausangate

 

El escritor cusqueño Luis Nieto Degregori lanzó el 2023 una obra teatral en la que nos presenta un mundo desconocido —casi de manera absoluta— en el Perú y, lo más audaz, desde una perspectiva ajena a la metrópoli capitalina. Se trata de La Plaza Roja desierta… Obra de teatro en once sueños, publicada en versión digital bajo el sello de El Zorro de Abajo ediciones.





¿Algún dramaturgo o alguna compañía tendrá la osadía de llevarla a los escenarios? No solo valdría la pena, sino que nos permitiría mirar a partir de esas historias subjetivas, la historia del mundo y dentro de ella, la del Perú y a del Cusco, como oteando el horizonte desde la cima del majestuoso Ausangate, ora límpido, ora cargado de nubes oscuras.

Es una historia cargada de claroscuros, verdades que se insinúan o a veces se gritan, subterfugios que esconden o a penas disimulan situaciones que los personajes no terminan de aceptar o entender. Esta obra está ambientada en diversos escenarios de la ciudad de Moscú, en dos hilos temporales paralelos; uno, en los años setenta del siglo XX, con Gabriel y sus amigos como estudiantes universitarios en la todavía poderosa Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), y, el otro, en el año 2005, con el retorno de Gabriel a esa ciudad, con cincuenta años, y el reencuentro con sus amigos, en la Rusia renaciente de este milenio. No obstante, la sensación de estar al borde del abismo es permanente.

Nieto nos presenta la historia de Gabriel, un joven cusqueño que, al terminar colegio, se fue becado a estudiar ingeniería en la Universidad de Moscú. Sin embargo, luego decide su cambio a la facultad de Filología, lo que le permitiría hacer algo más cercano a su sueño de ser escritor. Es un muy buen estudiante, casi brillante, tan es así que al graduarse fue quien hizo el discurso en representación de los estudiantes extranjeros. Se licenció con una tesis en ruso sobre Mario Vargas Llosa que quedó en algún estante, empolvándose, y sin traducción. Además, las autoridades universitarias le otorgaron el permiso para que pudiera, con la beca correspondiente, realizar sus estudios de Maestría sin interrupción, aunque él decide regresar por un año al Cusco, para ver a su familia. Después, no pudo —o no quiso— regresar a la URSS. Desde entonces, Moscú lo persigue en sus sueños o pesadillas y resume esa sensación afirmando que “Aquí, en los años de universidad, me sentía un cisne. En Perú, con el tiempo, ese cisne se convirtió de nuevo en un pato feo del montón…”; en otro momento, exclama que “¡Necesitaba volver a Moscú! Creo que la época más feliz de mi vida fueron nuestros años de universidad. ¡Nunca he vuelto a conocer tal sensación de plenitud!”. ¿Ese cúmulo de emociones contradictorias del estudiante migrante, entre la morriña lacerante y el no encajar en ningún lugar?, ¿la imposibilidad de vivir un nosotros a plenitud?

La obra muestra el desencanto de Gabriel y los otros personajes con la realidad de la sociedad soviética, caracterizada por una serie de carencias materiales y un omnipresente aparato estatal y represivo, como cara real de la utopía socialista, aunque gracias a Gabriel puede contrastarse con la realidad del Perú y del Cusco, donde no solo hay carencias económicas para gruesos sectores sociales pobres, sino que de manera general la educación y la cultura no reciben mínima atención, lo que no permite ni por asomo compararlas con la educación y la cultura en Rusia. Y también muestra a los moscovitas en 2005, orgullosos de una ciudad que ya no es más la antigua ciudad provinciana, aunque conscientes de los grandes cambios, la aparición de los nuevos ricos —rusos poco formados e incultos—, y también los oligarcas, que se enriquecieron gracias al impensable desplome soviético. ¿Esa situación no tiene semejanzas con la del Perú?, ¿no vivimos acosados por oligarquías antiguas y nuevas que, en su apropiación incesante, van reduciendo lo público al desmadre auto regulatorio de hoy?

Durante sus años estudiantiles, Gabriel conoce a una serie de jóvenes rusos, entre ellos Nikita, con quien entabla una amistad profunda. Están también Ania, Valentina y Vera.

Gabriel y Ania tienen una relación e incluso viven juntos, pero ella prefiere mantener esto en secreto, pues el resquemor hacia los extranjeros en esa sociedad hace que las rusas puedan ver afectadas sus expectativas personales, económicas, profesionales y políticas, si se involucran sentimentalmente con algún extranjero. Gabriel sufre por ello, encerrado en la paradoja de rebelarse contra la propia realidad del machismo en su familia y en su ciudad, el Cusco.

A su regreso, unos veinticinco años después, Gabriel busca primero a Valentina, para ir explorando las posibilidades de verse con Ania y con Vera. Y por supuesto, con Nikita.

Ania lo visita en su hotel y cada uno cuenta algunos pasajes de su historia personal, comparten algunos recuerdos, se formulan reclamos. Ella es una satisfecha profesora principal en la universidad, casada y con dos hijos. Gabriel confiesa que se casó dos veces, que no tiene hijos, que es un escritor poco conocido en el Perú, pues para ser famoso “tienes que vivir en Lima y yo no vivo en Lima. Después de trabajar unos años en una universidad de Ayacucho, regresé a vivir en Cuzco…”. El peso del centralismo limeño es agobiante y hoy pesa incluso más que antes.

Ania le increpa a Gabriel no haber tenido el valor de decidir entre ella o Vera. Gabriel le recuerda que no fue ese su dilema, sino que “tenía que decidir entre volver a la maestría y olvidarme de mis sueños de ser escritor o renunciar a la maestría y probar suerte en la literatura”. Y dice, más adelante, que “No me fue bien como escritor y con el tiempo empecé a arrepentirme de no haber vuelto a Moscú”. Como para cerrar su historia, se besan y hacen el amor. Gabriel sigue atrapado por las nostalgias cruzadas y experimenta una frustración lacerante.

El reencuentro en una cena con todos sus amigos los muestra como las personas ya iniciando el tránsito a la vejez, compartiendo sus recuerdos, sus logros, sus satisfacciones. Gabriel les cuenta que está escribiendo una obra de teatro sobre jóvenes universitarios como ellos, aunque aclara que no es sobre ellos. Valentina le dice, cuando Gabriel comenta sus bloqueos para escribirla, que “¡Buena señal si te cuesta sufrimiento! Ya se sabe, tienes que escribir con tu propia sangre si quieres expresar los verdaderos dramas de tu tiempo…”.

En el Acto Final, Gabriel desvela la realidad de la historia. Los diez sueños anteriores, son solo eso, sueños, producto de la imaginación y el deseo de Gabriel de retornar a Moscú y de no haberse atrevido a ello, pues para sus cincuenta años planificó un viaje a París y luego a Moscú, pensando que eso lo ayudaría a recuperar las ganas de escribir. Sin embargo, extendió su estadía en París, desistiendo de ir a Moscú. Concluye al fin que el viaje “no arregló nada en mi vida”.

lunes, 19 de diciembre de 2022

Cantos de sirena

 

Quise sumergirme en tus profundidades,
pero siento que me ahogo en el piélago
de tu silencio;
un día me atrajiste a las grietas espléndidas y
oscuras de los arrecifes entre tus piernas,
seguí, seducido, las notas de tus cantos. 

Quedé atrapado, ciego y enloquecido.

Fueron tus cantos de sirena,
esos silbidos que aún hieren mis oídos
como látigos invisibles.
Este hombre del frío y de las nieves eternas,
pretendió un día sumergirse en la infinitud 
de tus mares,
doncella del desierto y
de los valles cálidos junto al mar del norte,
pero me perdí en tu fondo tibio y húmedo,
esa posada que hoy añoro
no solo con nostalgia sino hasta con codicia;
quizá fue en esa caverna,
tórrida y húmeda,
en la que extravíe mi rumbo,
atrapado en las ciénagas al final de tus muslos.

No puedo salir, aunque no esté ahí.

Y después de mis pesadillas,
cuando despierto y no respondes mis llamados
de náufrago, sé que soy el peregrino
que anhela
beber de tus labios, de las aguas de tu cuerpo,
ese rehén al que, sin embargo,
niegas, juguetona, una sola mirada, una sola palabra.
Desde entonces, deambulo en este desierto abrasador.

Siendo yo de allá arriba, de las punas y los glaciares.

Tienes que saber, sin embargo, que no sé cómo ni por qué,
un día tus cantos, sirena, serán inaudibles
y, entonces, como un Ulises resurrecto y atado al mástil de mi barco, 
lograré el retorno a mi nido,
huiré a pesar de la magia de tus cantos.

miércoles, 2 de junio de 2021

Bicentenario y el mal menor

En varios pasajes de la serie El último bastión, sobre el proceso de independencia del Perú, se repite una indignada preocupación por lo que parecería ser el destino del país: elegir siempre entre dos desgracias. ¿Es esa nuestra tragedia?

 

Abismo, la primera a la derecha | Verba Volant


Desde por lo menos el año 2001, en los procesos electorales del post fujimorato, se repite la letanía de que los balotajes marcan la elección entre dos males, como si electores asépticos tuvieran que elegir entre políticos sépticos. Sin embargo, el manejo económico ha sido ortodoxo en la receta nacida del Consenso de Washington. Desde entonces, según el discurso oficial y el pensamiento único difundido por los medios de comunicación, el Perú estaba a un paso de ingresar a la OCDE, el club de países ricos. Cualquier disenso que cuestionara esa verdad era tildado de populista, “chavista” o, incluso, de “comunista” o “terrorista”.

 

En una mirada retrospectiva, creo que una enseñanza valiosa del “sacro modelo económico” ha sido la importancia de mantener la disciplina fiscal en el manejo económico del país. No obstante, lo positivo del libre mercado no puede cegarnos en cuanto a las graves falencias del modelo, por las que un 30% de la población vive en situación de pobreza. El Covid-19 ha desnudado por completo los mitos que describían al Perú como ese país de ensueño. En este país subdesarrollado y de mentalidad colonial, los intereses de las élites colisionan profundamente con los intereses de la mayoría. Los niveles de desigualdad son cada vez más groseros. El prometido chorreo del gobierno de Alejandro Toledo, el “primer mal menor”, nunca llegó a humedecer el estival paisaje de la pobreza.

 

El 2006, la mayoría eligió a Alan García, quien había quebrado el país años antes, claro, “con la nariz tapada” y solo para evitar que el “chavismo” tomará por asalto el país. La matriz económica siguió respetándose, pero los niveles de corrupción de ese “segundo mal menor”, han dejado secuelas graves en la institucionalidad del país por los niveles de corrupción a los que se llegó. ¿Mal menor? Quizá para los poderes fácticos.

 

El 2011 se repitió la monserga de que debíamos elegir entre el SIDA y el cáncer, sin mínima empatía por personas convalecientes con esas enfermedades, quienes, además, no eligieron padecerlas. Esta retórica catastrofista fue impulsada por Mario Vargas Llosa. Con su apoyo luego de la firma de una Hoja de Ruta, el “tercer mal menor”, Ollanta Humala, fue elegido Presidente. Ese quinquenio, más allá de la letanía aprista de la “reelección conyugal” o la “pareja presidencial”, fue de un impulso importante de programas sociales que ayudaron a mejorar la situación de las poblaciones más vulnerables, sin dejar de lado la ortodoxia económica, lo que, quienes creyeron en el proyecto nacionalista desde el año 2006, sintieron como una traición; quizá eso explique la baja votación reciente por Humala.

 

El 2016, la segunda vuelta enfrentó a dos candidatos del stablishment. La retórica electoral varió y el riesgo tolerable para las élites era la probable vuelta del fujimorismo. El Marqués y Premio Nobel invocó a la candidata de la izquierda, Verónika Mendoza, su apoyo al “estupendo” candidato Kuczynski. Mendoza aceptó apoyarlo e hizo posible lo imposible: la derrota del fujimorismo por unos pocos miles de votos.

 

¿Hemos elegido los peruanos “entre dos desgracias” en estos cuatro procesos electorales? Desde la perspectiva del statu quo hemos elegido al mal menor. Sin embargo, cuando se analiza las cosas desde la perspectiva de las demandas de las grandes mayorías, es claro que no, pues lo único que se ha ido haciendo es generar pequeños orificios de oxigenación a una olla de presión a punto de estallar. La agenda conservadora se impuso, a pesar de todo, incluso en la elección del 2011, y las élites han tenido éxito en administrar una crisis que se remonta, por lo menos, a los últimos 30 años.

 

Hoy nos encontramos, pandemia de por medio, en el balotaje que definirá la presidencia para el quinquenio que se inaugura en la fecha en que se cumplen 200 años de la declaración, en Lima, de la independencia del Perú por José de San Martín. Se nos dice que tenemos que elegir entre “perder el ojo izquierdo o perder el ojo derecho”. El escenario está más polarizado que antes. Pasaron a la segunda vuelta los candidatos de Perú Libre, el profesor Pedro Castillo, y de Fuerza Popular, Keiko Fujimori, ambos con un apoyo minoritario. Muestra de una dispersión democrática y evidencia de la total crisis de representatividad que afecta nuestra endeble democracia.

 

La resaca apocalíptica se instaló otra vez entre nosotros. Lo trágico devino en farsa: contrito, Vargas Llosa soslayó su “antifujimorismo” por la democracia y la libertad e incluso advirtió —paradojas liberales— de un eventual golpe de estado por militares de derecha en caso el candidato Castillo obtuviera una victoria. Sus adláteres, incluso los más ilustres, son ahora vocingleros defensores del fujimorismo.

 

¿No será más bien que nuestra tragedia es pretender que debemos elegir entre cínicos y santos?  En este nuevo balotaje es claro que el rol más facilista es ponerse de costado y afirmar que, de nuevo, estamos frente a dos desgracias. Esa es una falacia. 

 

Nos encontramos frente a una alternativa que nos invita a mantener las cosas como están en el ámbito económico, sin importar que eso signifique la impunidad para la candidata fujimorista y la vuelta a la escena política y gubernamental de siniestros personajes conocidos desde los noventa, pero muy vigentes en la última década también y que, con cinismo, volvieron a hacer de nuestro país una chacra de corrupción y violación de derechos humanos. Se han sumado a ellos diversos grupos de poder que no han escatimado recursos, lo que se aprecia fácilmente en la feroz y millonaria campaña de terror que se viene desarrollando, aun a costa de pisotear honras, recurriendo a mentiras, utilizando la desgracia de los migrantes venezolanos e invisibilizando —quizá porque nos los ven— a los pobres y marginados del Perú.

 

Es cierto, del otro lado tenemos a un grupo político nebuloso, profundamente incierto. Sin embargo, creo que se abre también la posibilidad de que ese orden establecido de cosas se despercuda y se produzcan cambios que logren una mejora para los sectores más vulnerables y para las mayorías de este país, sin que ello signifique que se instaure en el Perú el “comunismo”. Es tan simple, pero a la vez complejo, se trata de la posibilidad de tener un Perú que se reconozca plurinacional y que intente superar esa condena centenaria de ser un país exportador de piedras, sin ningún interés por la ciencia, la tecnología y la educación. Quizá la incertidumbre sea el anuncio de cambios que pueden mejorar las cosas. En todo caso, si eso no fuera así, la debilidad de ese eventual gobierno nos permitirá establecer los controles que no permitan un salto al abismo.

 

Quizá nuestra tragedia, muchas veces disfrazada, es que debemos elegir entre la certidumbre funesta de lo ya conocido o la incertidumbre fresca de lo desconocido.

jueves, 9 de abril de 2020

Poema

Ha transcurrido tanto tiempo, vieja.
Y ya no quiero siquiera
acordarme que te amaba
y que jamás, por temor,
te confesé ese secreto.

Ha cesado nuestra locura
y ya no sé porqué decían
que la locura era irreversible:
deambulamos plenamente conscientes,
dolidos en cada tarde.
¡Cuánto hemos envejecido!

¿Recuerdas las noches junto al fuego?,
ardíamos los dos en un crisol
y la marea interna
en torbellinos desenfrenados
nos sacudía arrastrándonos
por sendas desconocidas.
Para el frío eras mi calor,
para la sed era yo tu lluvia,
para nuestra edad
éramos niños los dos.

Y hoy, mirándonos de nuevo,
me duelen los costados del alma,
me duelen los años pasados,
esa dicha que no ha de volver más.

Lima, 19 de octubre de 1995.