He llegado hasta aquí, lo sabes,
náufrago que escuchó tus cánticos sibilantes,
adormecido en tus arenas cálidas y suaves
cuando tiritaba en medio de un gélido mar.
Tus redes me atraparon, debiera huir
ahora que todavía es temprano,
ahora que duermes y tu voz no me sigue.
Debiera correr y volver a mi sueño
—ese sueño que hoy se arrastra,
yerto, como una pesadilla—;
sin embargo, aquí estoy, buscándote,
olfateando las huellas de tu olor.
Claro, es muy simple invitarme
a explorar el mundo —aventurero al fin—,
lanzándome el señuelo de recorrer,
en el estribo de un anhelo cualquiera,
las calles antiguas de alguna
de las ciudades que mis pies debieron pisar
hace años, hace apenas segundos.
Sí, entiendes perfectamente,
pero igual me clavas en el alma
la poesía de alguna canción exacta,
o me aniquilas con la certeza
de todo el tiempo perdido,
de los idiomas no aprendidos,
de las lecciones menospreciadas,
de esta fuerza oscura que me tortura.
No obstante, habrá una milésima fracción
en que el parpadeo de tu sonrisa
deje un resquicio en tu silencio
y correré tan rápido,
que al mirarme, me verás simplemente humo,
un vago ruido que taladre todos los instantes sumados.
Habré vuelto entonces a este rincón onírico,
al cual pertenezco —donde el deber me llama—
y como un recio soldado,
reemprenderé la caminata,
lacerados pies,
sonámbula alma extraviada.
Derik Latorre Boza
Febrero 2009
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