A Adriana Latorre Boza, con cariño y gratitud
Mi hermana, Adriana, me regaló la novela de Marc Levy, titulada "Las cosas que no nos dijimos". Se trata de una novela ligera, pero con un mensaje cautivante y hasta pedagógico. Muy al estilo de los gringos (aunque el autor es francés), el final es feliz, pese a toda la trama de enredos y situaciones que vive la protagonista. Finalmente, el universo entero conspira para darle la felicidad.
Es la historia de Julia Walsh, cuyo padre, Anthony, muere
—o simula su muerte, más bien— el día previsto para su matrimonio con Adam, un escritor exitoso y hombre con muchas cualidades, pero del que parece no estar enamorada apasionadamente. Frente a ese escenario aparentemente estable, Stanley, su mejor amigo, homosexual él, conociéndola tanto, le dice "que preferiría ver en tu vida a un hombre que te arrastrara con él, aunque tuviera mil defectos, que a uno que te retiene a su lado sólo porque posee ciertas cualidades" (p. 34). Parece que ambos personajes quieren ayudar, de maneras distintas, a que Julia no se case con Adam, pues ella estuvo muy enamorada de un alemán, Tomas, aunque su relación con él fue cortada abruptamente por Anthony, en un arrebato.
Días después, su padre reaparece en la forma de un "robot" de alta tecnología, que conserva la memoria del reciente difunto por un período de seis días, tiempo después del cual, se agotará su batería y se apagará para siempre. Ese robot tiene como objetivo el recuperar el tiempo que perdieron padre e hija con la distancia que se abrió entre ellos, por los resentimientos y quizá sus propias contrariedades existenciales. Pero, al mismo tiempo, quiere lograr que Julia se atreva a mirar con verdad su vida; incluso, lo que le pide su padre al final es que le prometa que será feliz; es decir, la felicidad como una decisión personal. Una situación mágica, casi milagrosa, por la que la vida le da una segunda oportunidad, para poder reconciliarse con el recuerdo de su padre, con la memoria de su familia y, fundamentalmente, consigo misma.
Julia empieza a encontrarse con recuerdos de su infancia, como cuando su padre le traía "de cada escala el objeto único que relataría parte del viaje realizado" (p. 20). Sin embargo, aflora también esa gama de recuerdos que le generaron odio hacia el hombre de negocios que fue su padre, como cuando la asaltan los recuerdos al ver a una madre maltratando a su hija y concluye que "las niñas no son como peluches, ¡no se les pueden coser con aguja e hilo las heridas que se les hacen!" (p. 30).
Al verse frente a la oportunidad extraña que le daba la vida de intentar un acercamiento con la memoria de su padre, Julia siente que "La grieta que los años habían cavado ya no podía colmarse, y mucho menos con un duplicado" (p. 47). Sin embargo, el "duplicado" le dice que "Sólo es demasiado tarde cuando las cosas son definitivas" (p. 85). Y entonces, sorprendida se da cuenta que llegó por fin el momento en que "por primera vez, añoró su infancia, pese al infausto recuerdo que de ella guardaba" (p. 179). Y su padre —o su duplicado— le dice que "La memoria es una artista extraña, redibuja los colores de la vida, borra lo mediocre y sólo conserva los trazos más hermosos, las curvas más conmovedoras". Ese tipo de memoria, que Gabriel García Márquez también destacaba, creo que es un atributo selecto, más que una característica general de todas las personas.
Esta novela, en su sencillez, nos muestra la trama de la Vida, que "pasa a una velocidad de vértigo", pero que nos deja marcas dolorosas, especialmente en la infancia y la adolescencia. Recuperarnos de eso es una tarea quizá colosal, pero necesaria, y todos la acometemos, armados de manera diferente, injustamente diferente, y vamos logrando algunas pequeñas victorias, frente a las derrotas que se muestran como implacables. En esta novela se defiende el concepto de familia, pese a todas las falencias de ese círculo vital; por ello, es importante ser consciente de la familia que nos da origen. Como Anthony afirma, "Uno avanza a duras penas en la vida cuando no sabe de dónde viene" (p. 86).
Julia sufrió la pérdida de su madre, primero a causa del Alzheimer, una primera muerte que nos arrebata la memoria, hasta que la muerte física termina con el trabajo dejado a medias. La distancia con su padre tejió un misterio respecto a la relación de este con la madre. Pero Anthony le explica que "Conquistar a tu madre, amarla, tener una hija suya, habrán sido las elecciones más importantes de mi vida, las más hermosas, aunque haya necesitado muchísimo tiempo para encontrar las palabras adecuadas para decírtelo" (p. 333). Quizá saber esto, aunque fuera tarde, ayuda a Julia a entender que fue producto de una relación de amor y ella misma fue la hija amada.
El amor de los padres hacia los hijos es quizá el menos comprendido, pues no se acaba cuando estos cobran independencia para vivir. Más bien, quizá esa independencia, esa distancia es la primera herida que la guadaña de la muerte nos profiere en la vida. Nos hiere de muerte, pero levemente aún. Anthony le enseña a Julia de ello: "¿sabes cómo se sufre el día en que los hijos se van? ¿Te has imaginado siquiera el sabor de esa ruptura? Voy a decirte lo que ocurre, uno está ahí como un idiota en la puerta mirándoos marchar, convenciéndose de que tiene que alegrarse de esa partida necesaria, amar la despreocupación que os empuja y a nosotros nos desposee de nuestra propia carne. Una vez cerrada la puerta hay que volver a aprenderlo todo; volver a aprender a amueblar las habitaciones vacías, a no acechar ya más el ruido de vuestros pasos, a olvidar esos crujidos tranquilizadores en la escalera cuando volvíais tarde por la noche, y uno se dormía por fin tranquilo, mientras que ahora tiene que tratar de conciliar el sueño, en vano, puesto que ya no volveréis" (p. 291).
Normalmente, nuestro refugio emocional frente a las inclemencias de la vida, frente a las derrotas que nos acorralan, es culpar de todo ello al pasado, a nuestros padres. Pero este recurso solo es la postergación del reconocimiento central, por el que entenderemos que la vida es nuestra propia obra, con las herramientas que tengamos, con las cualidades que tengamos. Nuevamente, Anthony enseña a Julia que "uno puede echarle la culpa de todo a su infancia, culpar indefinidamente a sus padres de todos los males que padece, de las pruebas a las que lo somete la vida, de sus debilidades, de sus cobardías, pero a fin de cuentas es responsable de su propia existencia; uno se convierte en quien decide ser. Además tiene que aprender a relativizar tus dramas, siempre hay una familia peor que la propia" (p. 334). Esto último es un recurso de extremo, por el que deberíamos entender que nuestra historia no es necesariamente la peor, la más triste. Pero de manera clara, madurar es aceptar que uno es lo que es por las propias decisiones, por sus propias capacidades, independientemente de lo que sus padres pudieran haberle hecho.
Y en la vida se presentan momentos en los que es posible dar un quiebre para crecer, para mejorar, "cuando se le presta atención, la vida nos ofrece señales asombrosas" (p. 334). Es simplemente necesario atreverse a saltar, a dar el paso.
Finalmente, como una reflexión para la vida adulta, Stanley le dice a Julia que "Lo que más daño hace en el amor es la cobardía" (p. 323).
jueves, 8 de junio de 2017
Sobre "Las cosas que no nos dijimos"
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