Lurgio Gavilán, autor de Carta al teniente SHOGÚN,es un sobreviviente de la guerra que asoló el Perú los últimos lustros del siglo XX, esa guerra maldita “que no elegimos, que hicieron para nosotros”. Y es, él mismo, una síntesis de esa historia compleja, aún por escribirse, pero indispensable para entender los encuentros y desencuentros, las heridas que cicatrizaron y las que siguen abiertas, en nuestro país. Su biografía es apasionante e intensa; fue un miembro raso de Sendero Luminoso, luego militar —incluso llegó a sargento— en el Ejército peruano, y también ingresó al clero. Una experiencia privilegiada, pues fue partícipe pleno en instituciones protagonistas de ese periodo de nuestra historia; escribe que “cuando me detengo a reflexionar sobre las instituciones que me tocó vivir, a veces no veo las fronteras y vivo como en la hora de pantaq-pantaq, porque esas instituciones antagónicas tienen un denominador común: la disciplina, la obediencia y la subordinaciónde sus agrupaciones que cimientan subjetividades y hacen ver cómo las ideas del mundo, ideas sobre ellos mismos y sobre los otros, se convierten, en última instancia, en cárceles de sus propios sinos” (subrayado mío).
Destaca la suerte paradójica que encierra su vida: “la suerte me ha acompañado para traducir la época del terror. Pero esa suerte es también una carga pesada”. El libro bajo comentario es una larga epístola al militar que lo salvó, que le regaló la vida, es un testimonio de su gratitud hacia ese militar del que no supo más y al que busca todavía.
Gavilán nació en una familia campesina pobre pero emprendedora, atacada desde temprano por el infortunio. Uno de los hitos más trágicos es el de la muerte de Evarista, su madre, algunos años después de que migraran desde el pueblo altoandino en el que vivían hacia la selva ayacuchana; ella empezó a agonizar “después de una larga batalla contra una enfermedad irreconocible. El puesto de salud más cercano quedaba a tres días de camino. Todo estaba consumado”. ¿De qué enfermedad se trataba?, ¿quizá algún mal curable pero que por falta de acceso a servicios básicos de salud no pudo tratarse?, ¿cuántas personas, cuántos niños y niñas, siguen condenados en nuestro país a una vida azarosa, sin servicios de salud básicos? Frente a aquel episodio tristísimo, Gavilán concluye que la muerte “es fulminante, aunque uno se resista a aceptarla” y “todo acaba para empezar otra vez”, una suerte de postura nietzscheana de la vida y la muerte como un eterno retorno. Su padre, Francisco, se hundió en el alcoholismo y solo salió de él cuando se casó de nuevo, lo que fue otro hito trágico para la familia.
Con unos diez años de edad se enrola en las filas de Sendero Luminoso, con la seguridad de que luchaba por un futuro mejor para todos. ¿De qué huía el pequeño Gavilán aventurándose de ese modo en Sendero? Es la etapa de su vida como “niño pionero” o “guerrillerito”, en la que aprendió a ser soldado “en el camino”. Gavilán le cuenta a Shogún que los senderistas no eran esos monstruos “que ustedes creían. En los mejores tiempos llegamos a sumar unos cincuenta hombres en un pelotón de base vestidos con harapos, desnutridos por el hambre y los piojos”. No se trataba, entonces, de un ejército poderosamente armado, sino de un grupo de personas en la miseria. ¿Por qué se extendió tanto y duró muchos años la guerra iniciada por este grupo? La represalia por su decisión empezó por parte de sus vecinos, quienes hicieron un festín con el ganado de su padre; más allá de la mirada idílica de los Andes, el libro muestra descarnado los conflictos colectivos, personales en ese mundo hoy todavía ajeno para muchos e el Perú.
Luego de una emboscada de una patrulla del ejército, comandada por el teniente Shogún, que acaba con la vida de todos sus compañeros, aquel personaje, contrariando las órdenes superiores de “arrasar con todos los terrucos”, lo salva y lo enrola en el ejército, donde sirve en la misma guerra. Ese es un momento clave para Gavilán, pues vuelve a nacer, en verdad; él siente que Shogún le regaló la vida y dice que “nunca como ese día amé la vida cuando cesaron las balas”. Gavilán narra que en las alturas del Razuhuillca la columna guerrillera que integraba fue sorprendida por una patrulla del ejército. En ese momento ya su corazón “estaba sediento de balas. Quería que se acabara todo. Era un niño cansado. Mi corazón estaba seco por esta maldita revolución” (subrayado mío), prefería las balas “para que los soldados no me llevaran a torturarme, para que no me cortaran las manos, la lengua, para que no me arrancaran los dientes”. Y es que, en medio de esa guerra, lo normal habría sido “soltar las balas en el cuerpo del comunista para que desaparezca de la faz de la tierra, pero no fue así”. En esa ocasión, Gavilán perdió a Rosaura, la joven campesina con la que compartió esa aventura en la que “observamos de cerca la sonrisa de la muerte” y a quien le pregunta en retrospectiva, “¿por qué nos ofuscó tanto ese odio?”. Recuerda a esa chica con ternura erótica y tanática a la vez, como en un oxímoron: “mientras bebía tu fresca brisa de guerrillera, de niña criada en la pólvora”.
La gratitud de Gavilán hacia el teniente Shogún es notoria; y es que en verdad lo que le dio es la propia vida que debería habérsele quitado de acuerdo a las reglas de esa guerra terrible. Afirma y se interroga el autor diciendo: “Quizá entendiste que no se puede combatir la barbarie con otra barbarie, sino con el ejemplo. ¿El amor también derrota al enemigo?”. Tal vez la respuesta es afirmativa y quizá por ello Shogún y otros militares salvaban la vida de algunos miembros de Sendero, desvalidos niños o niñas, pobres y desnutridos, porque en el fragor de la guerra esos militares entendían que en verdad eran más bien víctimas de esa guerra descomunal y del propio sistema injusto que domina nuestro país. Eran la realidad de esa metáfora de vivir entre dos fuegos.
Gavilán concluye que “en ese contexto de guerra no importaban mucho los mandatos, sino el sentido común, la agencia propia del soldado de salvar vidas, matar o descuartizar vidas para dejar sin manos, sin el corazón a los enemigos. Porque si tienes un enemigo al frente y no disparas, te disparan […] ¿Qué tipo de humanos se contemplan en una guerra?”. Por tanto, en esos momentos de tanta violencia, actitudes como la de Shogun muestra una opción ética elevada, una ruptura, al menos temporal pero radical, de las reglas fácticas que rigen una guerra y que orienta la conducta de sus actores.
Después de su paso por el ejército, ingresa al clero, se hace monje franciscano. Sobre este episodio no hay mayores datos en este libro, a diferencia del anterior, Memorias de un soldado desconocido.
En tanto protagonista de la guerra en ambos bandos beligerantes, su narración es privilegiada pues conoce la guerra desde su interior, y nos la presenta a partir de sus recuerdos, sus dolores, sus sueños y pesadillas, sus alegrías, sus esperanzas, de la realidad de la muerte acechando permanentemente a la vida. Su epístola también demanda a la sociedad peruana por su incapacidad de resolver los problemas estructurales que permitieron, si no ocasionaron, la brutal violencia de aquel tiempo. Es categórica su conclusión:“Somos los soldados de una confrontación que pudo evitarse si el Perú no tuviera tantas separaciones y brechas”; pero el Perú sigue hoy incluso fracturado dramáticamente; se trata de un país en el que se niega la ciudadanía a las grandes mayorías; la guerra, aunque haya sido brutal, no nos enseñó lo fundamental, es decir, la imperiosa necesidad de resolver las inequidades sociales, la discriminación, el enriquecimiento desmedido de unos en relación inversamente proporcional del empobrecimiento de muchos. Gavilán se cuestiona: “Esa experiencia deshumanizante nos debería hacer pensar en la historia reciente del Perú y en los duros procesos que afrontamos. ¿Por qué no podemos reconocer al otro como igual a nosotros, con las mismas preocupaciones o derechos?”. Problemas reales que siguen discurriendo de manera subterránea, negados por el Perú oficial.
La lógica de la guerra no puede comprenderse con criterios prescritos desde la comodidad y la ajenitud de la paz; esto no quiere decir que deba justificarse las atrocidades cometidas. Hay que entender que “eran tiempos de guerra. En nuestro país casi todos éramos enemigos. Y la vida habitaba en cuerpos llenos de incertidumbre y sospecha. El pensamiento Gonzalo y la represión de las fuerzas del orden habían hecho brotar, como inmensas espinas, los odios y rencores sembrados en la vida cotidiana de los peruanos por décadas, hasta formar un río de sangre. Pero esta gente de los pueblos, aplastada por tanta insania, no se doblegó. Han resistido a través de la fuerza, de trabajar huklla, antigua herencia de labor, música, danza y estado de júbilo” (subrayado mío). Y se pregunta: “¿Una guerra deshumaniza a sus protagonistas, los capacita para la brutalidad? ¿Una guerra es el recurso cultural para saber el peso de un poder sobre otro que lo quiere relevar?”. Gavilán mira con esperanza los resquicios por los que se introducen el amor, la ternura, el ánimo festivo, en la vida, incluso en momentos de guerras cruentas. Tal vez porque, a pesar de todo, en la naturaleza, la vida surge y resurge.
Los procesos bélicos son quiebres en la convivencia de una sociedad; la violencia se apodera de todas las relaciones interindividuales o colectivas. Han pasado dos décadas desde que esa guerra terminó y, aparte del Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, aún es muy difícil encontrar un balance más o menos objetivo de lo que sucedió y de las causas que dieron lugar a esa violencia. Los balances que proliferan son los que se han hecho desde posiciones de quienes no participaron en esa la guerra. El libro de Antonio Zapata sobre la guerra senderista es quizá una excepción, pues reconstruye la historia a partir de la voz de sus protagonistas. En el caso de Gavilán, la historia que nos cuenta, parte de su propia biografía, constituye la voz de los actores protagónicos de esa guerra y nos permite apreciarlos en su humanidad, no desde la perspectiva de lo políticamente correcto, sino desde la perspectiva de quienes estuvieron inmersos en esa conflagración que arrasó con poblaciones enteras.
Gavilán lo explica de manera clara e intensa: “[…] Sendero Luminoso desató una espiral de violencia terrible, pero ¿quiénes fueron esos incipientes guerrilleros? Los actores que iniciaron el conflicto no fueron el otro que vino de lejos, sino que estaba a la vuelta de la esquina, en el propio sistema del Estado. Fuimos nosotros mismos que escuchamos aletear en nuestro interior esa idea de igualdad, esa promesa de una sociedad donde nadie sea más que nadie. ¿Eso es terrorismo? Quizá dejándolos de satanizar podremos ver nuestro propio yo desnudo. Así podremos entender que el nuestro es un país con los huesos calcinados, con los ojos torturados, con las manos clavadas en una cruz” (subrayado mío).
A partir de lo que afirma Gavilán, cabe preguntarse si como país estamos preparados para mirarnos en esa desnudez al espejo, o si preferimos dar rienda suelta a una imaginación edulcorada al mirarnos.
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