lunes, 27 de enero de 2025

Espiritualidad y ateísmo en el contexto andino

Mi amigo Mario Arteaga Zegarra me regaló un libro cuya lectura me ha generado múltiples reflexiones: “El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios”, del filósofo francés André Comte-Sponville, publicado el 2006, aunque varias veces reeditado, incluyendo la cuarta edición en castellano, del año 2021. Se trata, en buena cuenta, de un llamado, desde el ateísmo, a la convivencia pacífica sobre la base de la tolerancia, entre creyentes, agnósticos y ateos, impugnando, eso sí, el fanatismo, el fundamentalismo de cualquier signo.

El autor, recurriendo a Kant distingue “tres grados de creencia o de aserción: la opinión, que tiene conciencia de ser insuficiente, tanto subjetiva como objetivamente; la fe, que sólo es suficiente subjetiva, pero no objetivamente, y finalmente, el saber, que es suficiente tanto subjetiva como objetivamente” (p. 84). Por tanto, en relación con la religión o incluso respecto a Dios uno puede tener una opinión o incluso una fe; no obstante, el saber respecto a Dios no es posible.

Desde una perspectiva del conocimiento, la existencia de Dios es dudosa, mientras que, la existencia de las religiones es cierta (p. 19); por ello, postula, sin ambages, que la religión es un derecho, pero la irreligión también (p. 141). Recordando lo que escribió Bayle a finales del siglo XVII, afirma que “tan cierto es que un ateo puede ser virtuoso como que un creyente puede no serlo” (p. 59). Por tanto, no existe superioridad ética ni moral de quienes profesan una fe, respecto a quienes no. Lo que corresponde es una convivencia pacífica y tolerante entre todos, en una sociedad laica, en que las normas de convivencia sean cumplidas por todos. Debe señalarse, sin embargo, que en países como el Perú en los que una abrumadora mayoría adhiere a la religión católica, muchas veces el sentido común social se construye a partir de los dogmas de esa fe y generan niveles de intolerancia respecto a los diferentes, sean religiosos o irreligiosos; hace unos días una conocida mía, miembro de la Asociación Evangélica de la Misión Israelita del Nuevo Pacto Universal, comentando la censura de la que fue objeto la obra teatral “María Maricón”, me comentaba que los católicos ante una situación que consideran afecta a su religión reaccionan de un modo contundente, irascible, que se deja sentir por el poder con que cuentan, pero son intolerantes hacia personas de otros credos, como el suyo. Entonces, una convivencia pacífica y con tolerancia, implica que se actúe en congruencia y con respeto a todas las personas y credos, sin diferencias. El caso del ex Cardenal Cipriani pone en evidencia este punto, conforme a lo informado por el Diario El País de España, pues la doble vara salta a la vista de manera inmediata.

El autor distingue conceptos importantes para entender sus postulados. “El agnóstico y el ateo tienen efectivamente en común —por eso se confunden con frecuencia— el hecho de no creer en Dios. Pero el ateo va más lejos: cree que Dios no existe. El agnóstico, por su parte, no cree nada: ni que Dios exista ni que no exista” (p. 83).

Comte-Sponville se autodefine como ateo y sostiene que no cree en Dios por tres argumentos: “la debilidad de los argumentos opuestos (las pretendidas ‘pruebas’ de la existencia de Dios); la experiencia común (si Dios existiera, debería hacerse ver o sentir más); mi rechazo a explicar lo que no entiendo por algo que entiendo todavía menos”. Además, cree que Dios no existe por tres argumentos adicionales: “la desmesura del mal; la mediocridad del hombre; y finalmente, el hecho de que Dios se adecua tan bien a nuestros deseos que es totalmente lógico pensar que ha sido inventado para satisfacerlos, al menos de forma fantasmal (lo que convierte a la religión en una ilusión en el sentido freudiano del término)” (p. 140). Creo importante graficar estos argumentos, pues explican con claridad la posición atea del autor:


El autor nos propone una perspectiva diferente de la espiritualidad: “Es el aspecto más noble del hombre, o más bien su función más elevada, que nos convierte en algo distinto a las bestias, más y mejor que los animales que también somos” (p. 143). Se trata, entonces, de una cuestión propia de la humanidad, un atributo vinculado a su sed de trascendencia, propio de la naturaleza humana y no, por tanto, un atributo divino o exclusivo de la religiosidad. Así, ser ateo “no significa negar la existencia del absoluto […]; es negar que el absoluto sea Dios” (p. 145).

Algo que debe tenerse muy en claro es que “El espíritu no es la causa de la naturaleza. Es su resultado más interesante, el más espectacular y el más prometedor […]” (p. 147). Por tanto, entender el espíritu en esos términos le quita el sentido de divinidad a ese concepto y lo hace más terrenal, telúrico, algo más cercano a la tradición andina milenaria que, en el Perú, seguimos negando de manera obstinada, alienada.

A lo largo del libro, queda clara como premisa la distinción binaria de las cosmovisiones de Occidente, por un lado, y de Oriente, por el otro; esta premisa desconoce la realidad pluricultural del mundo y muestra, además, una intención implícita en Occidente de perpetuar su influencia cultural en aquellos territorios que fueron sus colonias, como son África y América Latina, espacios donde el pensamiento se ha desarrollado de manera distinta, aunque la dominación occidental ha generado que se desconozcan —y hasta olviden— las líneas estructurales de las culturas propias, como ha sucedido de manera muy marcada en América Latina, donde prima la idea de un “mestizaje” como solución a la identidad, aunque ese mestizaje sea el que destaca la “hispanidad” como columna vertebral del mismo, tal y cual lo indicó Isabel Díaz Ayuso, política española ultraconservadora, en el aniversario de la fundación española de Lima. ¿Se puede seguir pretendiendo desconocer, negar, la relevancia de las culturas milenarias que se desarrollaron en estos territorios? El mismo Comte-Sponville recuerda un proverbio africano que afirma que, cuando se ignora a dónde se va hay que recordar de dónde se viene’, pues sólo ese recuerdo permite saber adónde se quiere ir (p. 55). El problema en nuestras sociedades es que negamos —y nos avergonzamos de— nuestros orígenes andinos y buscamos blanquearnos a cualquier costo, pretendiendo ser “occidentales”, aunque sea “de segunda mano”. Una amiga, reconocida en Lima como “blanca”, se sorprendió cuando al llenar algún documento migratorio en Estados Unidos, el oficial a cargo corrigió la información respecto a su raza: “marrón”. Lo cierto es que la abrumadora mayoría de habitantes de este país tienen ese color, en una amplitud de matices.

Por otra parte, creo importante destacar que la “tradición” cultural y religiosa de América Latina, en general, y del Perú, en particular, no debe asociarse al catolicismo imperante, al menos no al catolicismo “puro”. Ese enfoque debería mirarse de manera muy crítica, pues la religión católica, sin dejar de mencionar los importantes aportes que puede haber efectuado, ha jugado también un rol central en la pervivencia de lo que se denomina la “herencia colonial”. Es más, Charles Walker llama la atención sobre el peso que el catolicismo tuvo en la derrota de la revolución de Tupac Amaru; dicho historiador sostiene que la decisión del arzobispo del Cusco, Moscoso y Peralta, fue devastadora en el ánimo de líder rebelde y de su esposa, ambos muy católicos, y afectó su imagen ante la población en general. ¿Podemos tener como base para una liberación real de nuestras sociedades al catolicismo?

El reto en países como el nuestro es reencontrarnos con las tradiciones culturales milenarias de estos territorios, entre ellas las tradiciones religiosas de origen prehispánico, ser capaces de reconocer a qué deidades se venera detrás de devociones particulares de sectores importantes de nuestra población. Por ello, cuando Comte-Sponville afirma que el animismo y el politeísmo están muertos en Occidente (p. 22), esa afirmación no es aplicable, al menos no de manera clara, al caso de países como el nuestro, donde tanto el animismo como el politeísmo subsisten e incluso están vigentes en plenitud, aunque bajo el disfraz de un “catolicismo pagano”; pretender explicar esto como una desviación idolátrica de la doctrina católica es insuficiente.

El autor profundiza en este punto afirmando que “Influyen también la prolongada inmersión en una sociedad, desde la infancia, la interiorización de la lengua materna (y las estructuras mentales que ésta comporta), las costumbres, las tradiciones, los mitos, la sensibilidad, la afectividad… La historia es cuanto menos tan relevante como la inteligencia […] Prefiero profundizar en nuestra propia tradición […]”. (p. 76). ¿Estamos trabajando, en el Perú, sobre la base de nuestra historia real?

Por otra parte, señala que “La fe es una creencia; la fidelidad, en el sentido en que tomo la palabra, es más bien una adhesión, un compromiso y un reconocimiento. La fe se refiere a uno o varios dioses; la fidelidad, a valores, a una historia y a una comunidad. Aquella concierne a lo imaginario o a la gracia; ésta, a la memoria y a la voluntad” (p. 39). Por tanto, en una sociedad puede prescindirse de la fe pero no de la fidelidad, siendo que “la única manera de ser verdaderamente fiel a los valores que hemos heredado consiste en legarlos a nuestros hijos” (p. 44). En nuestras sociedades se ha afirmado que el “mestizaje” no se dio a partir de una relación consensuada, sino por una violación y la “educación” de esos mestizos se ha dado a partir de la negación de la víctima, buscando que esa identidad se construya a imagen y semejanza del violador. ¿Son esos valores los que queremos seguir legando a nuestros descendientes?, ¿cuáles son los valores, la historia, la voluntad a la que adheriere nuestra fidelidad? 

Comte-Sponville se autodefine como un ateo fiel: “ateo, porque no creo en ningún Dios ni en ninguna potencia sobrenatural; pero fiel, porque me reconozco en una determinada historia, una determinada tradición, una determinada comunidad, y especialmente en esos valores judeocristianos (o grecojudeocristianos) que son los nuestros” (p. 46). La pregunta en países como el Perú, en que la propia religión católica fue impuesta desde la invasión de estas tierras, es ¿qué valores son los que sostienen los mínimos vínculos que unen a nuestra sociedad?, ¿los del despojo, la explotación y el genocidio? ¿Deberíamos más bien explorar profundamente en nuestra memoria y en nuestras costumbres para identificar los valores milenarios que nos sustentan?, ¿ser un ateo o un agnóstico fiel en el Perú implica seguir adhiriendo a los valores que nos legaron quienes expoliaron estas tierras aun a costa de seguir negando el componente más importante de la identidad peruana?

Es indudable que la religión aporta a la gente un ritual para momentos diversos, sobre todo aquellos complicados. Por ejemplo, ante la muerte de alguien: “Es una forma de domesticar el horror, de humanizarlo, de civilizarlo, y no cabe duda de que es necesario. No enterramos a un hombre como a un animal. No lo incineramos como un leño” (p. 27). Comte-Sponville destaca que más que la religión, lo realmente importante para las sociedades es el vínculo entre sus miembros que se genera desde la comunión que hace posible la existencia de la comunidad y no solo un conjunto de individuos (p. 32) y concluye que “una sociedad puede prescindir seguramente de dios(es), y quizás incluso de religión, pero ninguna puede prescindir duraderamente de comunión” (p. 36). Con mayor amplitud, afirma que “Podemos prescindir de la religión; pero no de la comunión, ni de la felicidad, ni del amor. Aquello que nos une, aquí, es más importante que lo que nos separa” (p. 79). Entonces, es claro que una sociedad o una comunidad para ser tales requieren de un vínculo que permita que sus miembros se sientan parte de ella. Es a esto a lo que Comte-Sponville refiere cuando escribe sobre la “comunión”, cuya armazón puede ser una religión, pero no de manera indispensable, pues existen vínculos diferentes y que no requieren de una explicación divina de lo desconocido.

Es importante destacar —desde una perspectiva crítica— que el capitalismo parece haber logrado conformar una “comunidad” de individuos cada vez más aislados unos de otros, sin vínculos que propiamente los unan, sino que sostienen a consumidores que son simples engranajes de un mecanismo que les exige, además, agobiantes prácticas competitivas en su faceta de trabajadores o, con un eufemismo aspiracionista de estos tiempos, “emprendedores”. Esa comunidad de individuos aislados se sostiene en esos vínculos que exacerban la idea de la salvación personal, egoista, destacando las capacidades puramente individuales, negando la relevancia de la comunidad. De ese modo, el capitalismo, en tanto sistema económico político, ha logrado erigirse como una religión cuyo elemento de comunión es justamente el del beneficio individualista, egoísta. Comte-Sponville precisa que “Todo ego está siempre frustrado” (p. 173); en las sociedades capitalistas, por ende, egolátricas por excelencia, la exacerbación de la frustración puede generar una implosión de esas estructuras.

La fidelidad y la comunión sostienen a una sociedad. Sin ellas, la anomia va ganando espacio irremediablemente, pues todo se reduce al individuo y su esfera más íntima. Debemos ser capaces de tomar distancia de lo cercano, de lo que me rodea. “La oscuridad, que nos aleja de lo más próximo, nos abre a lo más lejano”. Entendiendo lo más lejano, podré entender también lo más cercano, sin la proximidad que me quita objetividad. Por ello, Comte-Sponville precisa que “No me vanaglorio de mis angustias, ya que casi todas son egoístas o, al menos, egocéntricas: sólo temo por mí o por los que amo, por mí y mis allegados. Por eso, lo lejano me sienta bien: aleja mis angustias” (p. 157). El absoluto, nos dice, está en los otros.

Finalmente, lo más complejo en el planteamiento de Comte-Sponville es la necesidad del hombre de lograr prescindir de la esperanza, sobre la base de la serenidad. Requerimos de la serenidad que es vivir sin temor, pero también sin esperanza. Y es que, como escribe: “La esperanza es el principal enemigo del hombre, decía Prajnânpad; la serenidad, su principal victoria” (p. 182). “La serenidad no es la inacción: es la acción sin miedo, y, por tanto, sin esperanza […] No es la esperanza lo que nos lleva a actuar […], sino la voluntad […] Quien espera la victoria ya está vencido […], quien nada espera vive sin temor” (p. 183).